Carta desde Washington

Doctrina Monroe 3.0: el retorno de la hegemonía continental

Desde el regreso de Donald Trump al poder el continente americano se ha convertido en la vitrina en la cual la geopolítica desdobla su vertiente estadounidense.

Donald Trump está al borde de autorizar un ataque armado contra Venezuela, en el marco de la mayor demostración de poderío militar y naval estadounidense en el continente americano en décadas. Se pasó la transición y los primeros meses de su gestión amenazando con anexar Canadá y Groenlandia (de paso reubicando a ésta de la subsecretaría adjunta para Europa del Departamento de Estado a la que se encarga de nuestro continente) y retomar el Canal de Panamá. Ha cortejado a líderes de derecha como Nayib Bukele o Javier Milei (al grado incluso de rescatar a la economía argentina) y defiende e indulta, respectivamente, a dos ex mandatarios también de derechas, Jair Bolsonaro y Juan Hernández, el primero bajo arresto domiciliario por actos sediciosos y el segundo encarcelado en Estados Unidos por narcotráfico. Embiste a Colombia, quizá el país que ha sido el aliado estadounidense más constante en el continente en las últimas décadas. Y en Washington se sigue hablando del posible uso unilateral de la fuerza en territorio mexicano.

Los móviles detrás de estas acciones por parte de la administración que encabeza Trump son variopintos y entreverados: alineamiento ideológico con quienes comulgan con el presidente; ruptura y presión para quienes no lo hacen y moldear políticamente la región a su semejanza; un cambio de régimen en Caracas; la lucha contra el narcotráfico, elevada hoy a “guerra contra el narcoterrorismo”; la obsesión con mostrarse como un presidente de “mano dura”; bandolerismo diplomático y una política exterior ejecutada de manera improvisada, incoherente y caprichosa; o espejos y humo, es decir, un distractor interno ante el escándalo Epstein, el impacto inflacionario de su guerra arancelaria, los reveses electorales y encuestas que caen en picada. Pero más allá de estos resortes, todos ellos reales, en el fondo estos episodios de política exterior apuntan a un hilo conductor y un proyecto central: un hemisferio occidental dominado y liderado por Estados Unidos y unido contra el ascenso de China.

Esta década del siglo XXI se ha caracterizado por la revancha de la geopolítica en las relaciones internacionales contemporáneas. Y si bien la expresión más nítida de este fenómeno se ha dado en el este de Europa y el mar de la China Meridional, desde el regreso de Trump al poder el continente americano se ha convertido en la vitrina en la cual la geopolítica desdobla su vertiente estadounidense. Latinoamérica, una región largamente descuidada mientras Washington proseguía su guerra contra el terrorismo en Oriente Medio y la competencia entre superpotencias en Asia, es clave para algunas de las prioridades más preciadas de Trump: detener la migración, blindar la frontera, frenar el flujo de narcóticos hacia EE.UU, asegurar el acceso a minerales críticos y reducir la influencia y presencia chinas. Hoy “América” (como le llaman a su país los estadounidenses) ha regresado a las Américas. Durante este segundo mandato de Trump, Estados Unidos le ha dedicado más atención y ancho de banda en nueve meses que la mayoría de las administraciones previas de ambos partidos desde el ocaso de la Guerra Fría, cuando el hemisferio occidental fue escenario central en la apuesta de Ronald Reagan por contener y doblegar a la Unión Soviética, al grado que algunos en la región quizá ahora lamenten haber obtenido la atención que reclamaron a Washington durante dos décadas.

Hoy la Doctrina Monroe -o lo que un tabloide neoyorquino bautizó mordazmente en su primera plana como la “Doctrina Donroe”- ha regresado con venganza. A medida que el gobierno de Trump intensifica la presión sobre América Latina mediante despliegues navales, la destrucción de pangas y ejecuciones extrajudiciales, amenazas arancelarias y exigencias de lealtad a líderes hemisféricos, presenciamos no solo un cambio de foco en la política exterior estadounidense, sino un efecto dominó en la redefinición del orden internacional. Incluso ya hay indicios de que la próxima Estrategia de Defensa Nacional de la Administración Trump transformará fundamentalmente la política de defensa estadounidense, priorizando decididamente la seguridad perimetral de EE.UU y la del hemisferio occidental por encima del Indo-Pacífico, la disuasión a China ahí y la alianza militar con Europa.

El enfoque de Trump hacia América Latina revela la hoja de ruta para su visión de un mundo multipolar organizado alrededor de un retorno al concepto de esferas de influencia de las grandes potencias, un paradigma descartado a partir de 1989 con el deshielo bipolar pero ciertamente un sistema que habría resultado familiar para diplomáticos reunidos en las Conferencias de Berlín en 1885 o Yalta en 1945. Por improbable que parezca, se trata de la primera gran estrategia estadounidense de reciente cuño que abreva de la historia. Estamos presenciando la última iteración de un impulso estadounidense perdurable: redibujar el mapa del hemisferio. Pero ello se replica hoy a medida que el sistema internacional comienza a replegarse sobre sí mismo. Tanto Trump como el propio secretario de Estado, Marco Rubio, han reconocido explícitamente la inevitabilidad de un “mundo multipolar” con “grandes potencias dominando en diferentes partes del planeta”, un código diplomático para aceptar que Rusia, China y Estados Unidos merecen cada uno sus propias zonas de dominio: Rusia en Europa, China en el este de Asia y EE.UU en nuestro continente. De hecho, el primer viaje de Rubio al extranjero como secretario no fue a Europa ni Asia, sino a Panamá, el resto de Centroamérica y la República Dominicana, una señal de las nuevas prioridades de la Casa Blanca.

Cuando el Presidente James Monroe emitió su famosa doctrina en 1823, no fue la declaración ostentosa de destino hegemónico caracterizada por generaciones posteriores. La Doctrina Monroe era, en esencia, una postura defensiva: un cortafuegos hemisférico contra la reafirmación del poder imperial europeo en el mundo posnapoleónico. Estados Unidos apenas era una república funcional, y su alcance militar no se extendía más allá de sus fronteras. La función de la doctrina era más una declaración de intención que una amenaza estratégica: una afirmación de autonomía en un mundo aún gobernado por imperios mucho más poderosos. Monroe trazaba una línea alrededor de un continente: no prometía dominio; simplemente exclusión. Pero lo que comenzó como una línea de contención estática se transformaría, en cuestión de décadas, en una arquitectura operativa de control regional. Trump, ahora en su segundo mandato, revive conscientemente este hilo conductor que va de Monroe a William McKinley y luego, a través de Theodore Roosevelt y su corolario a la doctrina, hasta Trump, pero reempaquetado para esta década. Y no describe al hemisferio occidental como un vecindario a proteger, sino como un ámbito para dominar. Va más allá de simplemente mantener a las potencias externas, particularmente China, fuera de las Américas. Exige la sumisión activa de los vecinos del hemisferio, transformando a naciones soberanas en estados clientes de los que se espera alineamiento de su política interna, económica y exterior con las preferencias de Washington. El escudo de Monroe se convierte en la espada de Trump.

Trump cree que las esferas de influencia son positivas en el mundo porque aportan estabilidad, y eso significa para él que Estados Unidos requiere que la Doctrina Monroe se vuelva a resucitar para Latinoamérica y el Caribe. Las implicaciones son profundas y preocupantes, porque la postura de Trump de facto legitima esfuerzos similares de Moscú y Beijing, una potencia revanchista y la otra ascendente, para reafirmar el control sobre sus respectivas esferas. Si EE.UU puede imponer condiciones, amenazar a naciones, orquestar cambios de regímenes o incidir en los resultados de elecciones en el continente, ¿por qué no debería Rusia engullirse a Ucrania, controlar las Repúblicas Bálticas y Moldavia, o China absorber a Taiwán?

La historia de las relaciones internacionales muestra que las esferas de influencia probaron ser notablemente inestables en la práctica, generando las rivalidades imperiales que dieron pie a la Primera Guerra Mundial y los conflictos ideológicos que desencadenaron guerras periféricas durante la Guerra Fría. Funcionan solo cuando las grandes potencias respetan un sistema internacional basado en reglas y las fronteras de los demás, un escenario improbable cuando el control territorial se erige en medición del éxito y las ambiciosas potencias medias o pivote buscan sus propias zonas de influencia regional o subregional. Por ello, este nuevo corolario Trump a la Doctrina Monroe -una política militarizada y politizada para el hemisferio occidental- será una dinámica que seguiremos debatiendo en los próximos meses y años, mucho después de que la crisis que se cierne en este momento con un posible ataque a Venezuela -y que ocupa la atención mediática y política en Washington- haya quedado atrás. Y al final del día, el narcotráfico (el fentanilo no fluye desde Venezuela y la cocaína va mayoritariamente a Europa) o el cambio de régimen (la democracia venezolana le importa un rábano a Trump) son lo de menos; de lo que ultimadamente se trata es dar un golpe efectista en esta región. Es Trump dando una manotazo en la mesa, afirmando que son sus chicharrones los que truenan ahí.

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