En su discurso de postulación a la candidatura como senador en 1858, Abraham Lincoln parafraseó un versículo de la Biblia para referirse a la creciente polarización política entre el norte y sur de Estados Unidos y que derivaría tan solo tres años después en guerra civil: “Una casa dividida contra sí misma no puede perdurar.” Si bien la pregunta razonable, dada la tribalización política e ideológica prevalecientes en el país, sería si la república estadounidense, en esta tercera década del siglo XXI, vuelve a encarar hoy ese dilema, esa interrogante se vuelve relevante respecto a lo que ocurre en este momento al interior de sus dos partidos políticos.
Y es que tras tres eventos en la última quincena, a decir, las elecciones este 4 de noviembre para las gubernaturas de Virginia y Nueva Jersey, la alcaldía de Nueva York y el referéndum sobre la redistritación electoral en California, con el fin del cierre del gobierno federal más largo en la historia, así como el resurgimiento de interrogantes en torno al caso Jeffrey Epstein y la relación de este pederasta y traficante sexual con Donald Trump, estamos a punto de entrar en una nueva fase del ciclo político estadounidense, caracterizada por una tesitura y dinámica inusuales: una aguda división al interior de ambos partidos. Normalmente, en la historia política moderna de Estados Unidos, el grado de fortaleza de uno de ellos generalmente es inversamente proporcional al del otro, y si un partido se encuentra en la oposición, sin timón y sumido en luchas y divisiones internas, el otro, en el poder, suele mostrarse fuerte, unido y con tracción. Pero hoy no es el caso. Esta última semana nos revela tanto al Partido Republicano como al Partido Demócrata experimentando discordia a su interior y fuertes divisiones entre sus bases de activistas y los liderazgos de ambos cuestionados y a contrapié, con graves implicaciones para su futuro y, en última instancia, para el rumbo del país camino a las elecciones de mitad de mandato a menos de un año de distancia.
Los Demócratas ya venían, desde la campaña de 2016 y la candidatura de Hillary Clinton, enfrentando un cisma no solo generacional sino entre centristas y el ala progresista del partido, un conflicto que bajó algo de tono después de la victoria de Joe Biden en 2020 e incluso se mantuvo a raya con todo y su defenestración y la candidatura de Kamala Harris, pero que volvió a estallar con las recriminaciones y el post mortem de la derrota del partido a manos de Trump hace un año. Cuando además parecía que el tsunami electoral Demócrata de hace dos semanas que repartió sendas victorias a dos mujeres con candidaturas y narrativas de centro (Virginia y Nueva Jersey) y a progresistas jóvenes (Nueva York) otorgaba un nuevo impulso y aliento al partido, una debacle en el Senado cinco días después se convirtió en el proverbial zorrillo en la fiesta: ocho senadores centristas del partido doblaron las manos y se unieron a la mayoría Republicana en ese recinto para votar a favor de la asignación presupuestal que permitiría al gobierno federal reanudar sus funciones. El gobernador de California Gavin Newsom, gran ganador en la apuesta de neutralizar el gambito Republicano en Texas de redistritación electoral y con aspiraciones presidenciales para 2028, fue el primero en reaccionar, calificando el acuerdo de “patético”; media hora después, el gobernador de Illinois, JB Pritzker, criticó duramente el acuerdo, tachándolo de ser “promesa vacía”, y Pete Buttigieg, otro potencial aspirante a la candidatura, a la mañana siguiente lo calificó como un “pésimo acuerdo”. Y en este antagonismo y nueva andanada contra el liderazgo de la bancada, no es insignificante el hecho de que la edad promedio de los ocho senadores disidentes que apoyaron el proyecto de ley de gastos Republicano rondaba los 70 años.
No se puede obviar que Trump y su partido empezaban a hacer agua con el cierre de gobierno que se alargó durante un récord de 44 días. Por ello para muchos al interior del Partido Demócrata resulta difícil entender la reapertura gubernamental como algo más que una derrota: una confrontación de alto riesgo que culminó con sus objetivos truncados y un mensaje confuso. Sin duda lo más desconcertante de la decisión de esos ocho senadores Demócratas fue el momento elegido para abdicar de la estrategia, ya que muchos pensamos que las elecciones de hace dos semanas bien valieron el cierre, tanto en función de los resultados en las urnas como por el hecho de que mayorías relevantes de estadounidenses culpan al presidente y al partido en el poder por el cierre. Según todos los análisis políticos, la posición Demócrata se venía fortaleciendo, no debilitando. Pero al final del día, eso no parece haber importado. Solo pesaron dos cosas: la primera era que era muy improbable que los Demócratas lograran convencer a Trump de sentarse a la mesa de negociaciones (que era la única manera de obtener algún rédito de percepciones y victoria política); la segunda es que pareciera que el cierre del gobierno terminó por superar el límite de lo tolerable y el umbral de dolor Demócrata antes que el de Trump. Y la gran ironía reside en que todo ocurrió justo cuando los Demócratas estaban encontrando un sentido común de propósito y una voz unificada.
Por su parte, para los Republicanos la batalla que se libra por el alma del partido está menos a la vista pero no por ello es soterrada o cosa menor; es en muchos sentidos, igual de profunda. El asombroso control del presidente sobre su bancada significa que el GOP sigue -con algunas excepciones notables esta semana- postrándose a los pies de Trump. Pero la decisión del impresentable de Tucker Carlson, otrora la voz televisiva de MAGA, de dar una plataforma al nacionalista, admirador de Hitler y supremacista blanco de extrema derecha, Nick Fuentes -y el arropamiento que le dio la Fundación Heritage, hasta hace poco un ‘think tank’ conservador convertido ahora en caja de resonancia de la ultraderecha, así como hace un par de días por parte del propio Trump- ha provocado divisiones significativas entre activistas conservadores y el movimiento MAGA. Pero la verdadera fractura Republicana ya había comenzado a expresarse este verano a raíz de los expedientes sobre Epstein.
La base MAGA no ha tenido reparos en hacerse de la vista gorda ante las flagrantes violaciones de normas y estándares éticos por parte de Trump: su vulgaridad y venalidad; el uso faccioso del poder y la venganza contra sus enemigos; la cleptocracia y el enriquecimiento ilícito durante su mandato; las pretensiones de poder autoritarias e imperiales sin precedentes desde el Ejecutivo.Sin embargo, la gestión de su administración respecto de los crímenes del delincuente sexual Epstein -quien se suicidó en la cárcel en 2019 durante el primer mandato de Trump- es distinta. Sacar a la luz el contenido completo de los llamados “archivos Epstein” por parte del Departamento de Justicia es el tema más persistente que abona a las fisuras en la base del presidente. Con Trump, la pregunta clave en este caso quizá no sea qué hizo, sino qué sabía. Y es que la semana pasada legisladores Demócratas del Comité de Supervisión y Ética de la Cámara de Representantes publicaron correos electrónicos de Epstein en los que el financiero en desgracia insinuaba que Trump estaba al tanto de sus actividades con menores. En una carta escrita en 2011 a Ghislaine Maxwell (su pareja, posteriormente condenada por tráfico sexual y ahora beneficiaria de privilegios carcelarios y un potencial indulto presidencial), Epstein afirmaba que Trump había pasado horas en su casa con una de sus víctimas. En otra, fechada a principios de 2019, Epstein afirma a un periodista que por supuesto, Trump sabía de las menores traficadas y que Maxwell reclutaba víctimas entre empleadas del club Mar-a-Lago de Trump en Palm Beach. Este golpe a Trump es particularmente dañino porque amenaza con atizar la división dentro de su propio movimiento, lo cual explica por qué finalmente instruyó este fin de semana -en una especie de jiu jitsu de control de daños y ante el hecho de que varios Republicanos, en una dinámica inversa a la experimentada en el Partido Demócrata con la reapertura gubernamental, votarían ayer con la minoría Demócrata en la Cámara de Representantes para obligar al Departamento de Justicia a publicar todos los expedientes- que su bancada debía votar a favor de la moción, argumentando que él no tenía “nada que ocultar”.
Sin duda esta situación inédita al interior de la vida de ambos partidos sugiere que se avecinan reajustes políticos a su interior y de los dos lados del espectro político. Las elecciones presidenciales de 2028 serán las primeras en 12 años con dos nuevos candidatos en la boleta, lo cual nos remonta a 2016, cuando un Trump novato asediaba al estamento Republicano, mientras que Bernie Sanders y compañía se enfrentaban al poderío de la dinastía Clinton. Mucho ha cambiado desde entonces, pero con estas dinámicas internas en ambos partidos, nos espera sin duda un año convulso camino a las urnas en noviembre de 2025 y un fluido ejercicio de cálculo político-electoral cara a 2028.