Carta desde Washington

La militarización también se brinca la frontera

Tanto México, sobre todo a partir de 2018, como hoy Estados Unidos atestiguan una expansión sin precedentes de la participación y presencia militar en la vida pública.

A contracorriente de la historia de dos repúblicas que nacieron a pocas décadas de distancia una de la otra, en los últimos siete años México ha ido por delante de Estados Unidos en la política y en diversos temas de política pública que hoy se han replicado al norte del Río Bravo: un candidato presidencial desconociendo resultados electorales y aduciendo -sin prueba alguna- fraude electoral, de paso socavando la legitimidad de los procesos e instituciones electorales; la purga burocrática y evisceración de órganos y dependencias del Estado y de la administración pública federal; la erosión de pesos y contrapesos; los “otros datos”; el chovinismo, la polarización y el discurso de la nostalgia y del nosotros contra ellos; la prensa como enemigo del pueblo; o la captura de los poderes Judicial y Legislativo. A ello ahora se suma, de manera crecientemente alarmante en EE.UU, la militarización de la vida pública de ese país.

Una de las características más tóxicas y notorias de la política contemporánea en dos de las naciones de Norteamérica no se está manifestando desde los púlpitos presidenciales ni en las legislaturas o los tribunales, sino en las calles. Tanto México, sobre todo a partir de 2018, como hoy Estados Unidos atestiguan una expansión sin precedentes de la participación y presencia militar en la vida pública. Desde la Ciudad de México hasta Portland, desde las vías del Tren Maya hasta las calles de Washington D. C., las fuerzas armadas se están convirtiendo en la solución por default a problemas -reales o fabricados- que las sociedades democráticas antes abordaban a través de instituciones civiles, o del diálogo político. Esto no es mera coincidencia. Representa una reinterpretación fundamental de la función castrense en sociedades democráticas y una preocupante erosión de las fronteras que antes separaban guerra y seguridad de gobernanza y vida civil, y democracia de autoritarismo.

Sobra abundar aquí lo ocurrido en México desde que Andrés Manuel López Obrador asumió el cargo, descorchando el peso y poder militar de manera no vista desde el periodo posrevolucionario, con una transición entre gobiernos de MORENA que no condujo a un golpe de timón sino a una herencia política e institucional, con todas sus implicaciones inquietantes.

Pero al norte de nuestra frontera, se está desarrollando un proceso paralelo peligroso que me parece pocos en México acaban de aquilatar. El segundo mandato del Presidente Donald Trump ha derivado en un despliegue sin precedente de tropas en ciudades y estados gobernados por Demócratas, justificado por acusaciones de “anarquía” que todos los datos duros contradicen. La capital estadounidense fue la prueba de laboratorio con el despliegue de la Guardia Nacional en agosto, federalizando el departamento de policía de Washington a pesar de las objeciones de la alcaldesa. Ese despliegue se multiplicó: Los Ángeles fue el siguiente ensayo, pasando por alto el rechazo de su alcaldesa y del gobernador y detonando disturbios en toda la ciudad, a la que ahora, en las últimas dos semanas, se han sumado Chicago y Portland. Este fin de semana, después de que una jueza federal (por cierto designada por Trump en 2019) bloqueara temporalmente el intento del presidente de desplegar la Guardia Nacional del estado de Oregon en Portland el sábado, el gobierno federal ordenó el envío de cientos de tropas de la Guardia Nacional californiana a Oregon hasta que la jueza también frenó dicho despliegue tras una impugnación legal del gobernador de California, Gavin Newsom, 24 horas después. Mientras tanto, el gobernador de Illinois, J.B. Pritzker, denunció el domingo que Trump había ordenado el despliegue de 400 miembros de la Guardia Nacional de Texas en Illinois, en adición a los cientos de tropas ya enviadas a Chicago, describiéndolo como una “invasión”.

Si bien los despliegues militares previos de Trump, sobre todo en Washington, tenían una careta teatral, ahora ha quedado claro que el presidente busca normalizar -con el argumento de que hay “terrorismo” y “sedición” (según el jefe de gabinete adjunto de Trump, Stephen Miller)- el uso de las fuerzas armadas en las calles estadounidenses para desplegar operativos antinmigrantes, sofocar protestas y al federalismo e imponer su agenda política. Basta con escuchar la retórica. La semana pasada, ante toda la cúpula de comandantes militares emplazados a acudir -en un acto sin precedente alguno- a la base del cuerpo de Marines en Quantico, Trump declaró que las ciudades estadounidenses deberían usarse como “campos de entrenamiento” para las fuerzas armadas y que su labor será ayudar a sofocar a un “enemigo interno” que “no es diferente a un enemigo extranjero, pero es más difícil en muchos sentidos, porque no lleva uniforme”. Trump añadió: “Al menos cuando llevan uniforme, puedes eliminarlos.” Y el domingo, en la base naval de Norfolk, acotó que “tenemos que acabar con este jején sobre nuestro hombro llamado el Partido Demócrata”. Todo ello se ha dado además en un contexto en el cual Trump en varias ocasiones ha deslizado que las fuerzas armadas debieran jurar lealtad no a la Constitución, sino a él.

Los acontecimientos recientes demuestran con qué facilidad una democracia madura como Estados Unidos puede adentrarse en este terreno oscuro. Ya de por sí los despliegues militares en ciudades marcan un alarmante paso en el uso faccioso y autoritario de las fuerzas armadas, así como un peligroso punto de inflexión constitucional (la Ley Posse Comitatus, en vigor desde hace 150 años, prohíbe el uso de las fuerzas armadas en tareas policiacas o en la aplicación de la ley civil y ya varios jueces han dictaminado que algunos despliegues de tropas violaron ese principio) y en las relaciones cívico-militares estadounidenses. Pero con la instrumentalización de la retórica de emergencia, Trump justifica la expansión militar mediante narrativas exageradas de crisis: Estados Unidos ante el embate de “terroristas nacionales” y “ciudades anarquistas”. Ninguna de estas afirmaciones resiste el más mínimo escrutinio, pero ambas proveen una cobertura política para la acumulación y captura del poder singular; la supuesta emergencia permanente se convierte en justificación permanente. Estos despliegues militares por parte de Trump marcan una ruptura decisiva: el uso de la fuerza militar no para abordar una emergencia real, sino para reprimir la disidencia y afirmar el poder federal. No es casualidad que las palabras “autoritarismo” y “fascismo” empiezan a planear sobre el debate político y analítico en el país. Y como corolario está la arista externa de esta creciente militarización, con la rebautizada del Departamento de Defensa como Departamento de Guerra, los amagos de hacerse del canal de Panamá y de Groenlandia y Canadá, y la decisión de tipificar a miembros de organizaciones criminales internacionales, ahora varias de ellas designadas como organizaciones terroristas extranjeras, como “combatientes ilegales” con objeto de justificar ejecuciones extrajudiciales.

La militarización a ambos lados de nuestra frontera común no es un problema de izquierdas o de derechas, sino un problema democrático. Cuando los presidentes se enfrentan a oposición política, a los efectos de sus políticas públicas deficientes, a restricciones institucionales y constitucionales o simplemente a la compleja tarea de gobernar mediante la negociación, conciliación y concertación, las fuerzas armadas están ofreciendo un atajo atractivo. Y la simultaneidad de estas tendencias en ambas naciones no es casualidad; si bien obedecen a resortes distintos, reflejan cambios más profundos en los patrones de gobernanza norteamericana, cambios en los cuales la práctica democrática se vacía desde dentro.

Esta militarización paralela en México y Estados Unidos debería alarmar a los demócratas de todo el mundo. Los efectivos militares que construyen y manejan infraestructura en México o patrullan barrios de EE.UU son síntomas, no causas. La enfermedad es la atrofia democrática: el debilitamiento de instituciones civiles, la erosión de controles sobre el poder Ejecutivo y la incapacidad de abordar problemas complejos por medios democráticos, marcando un paso más en el uso autoritario de la fuerza para socavar las normas de una república democrática. La pregunta ahora es si los ciudadanos de ambos países reconoceremos el peligro antes de que la militarización se vuelva irreversible y antes de que la presencia de soldados en la vida civil parezca tan normal que olvidemos que la democracia liberal alguna vez significó algo más.

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