Carta desde Washington

De ocupaciones y de guerras justas e injustas

El problema palmario, evidentemente, es que las acciones posteriores -y el principio de proporcionalidad- por parte de Netanyahu no se ajustan ni remotamente a los principios del jus in bello, lo cual socava la legitimidad moral de su causa, como mínimo en su forma de ejecución.

En el contexto actual de fluidez y volatilidad globales, la invasión rusa a Ucrania y el asalto israelí a Gaza representan dos de los escenarios más neurálgicos y enmarañados, de paso poniendo de relieve lo que está en juego con decisiones, posturas y narrativas que hoy emanan en materia de política exterior desde la Casa Blanca, sobre todo con respecto a dos temas: el derecho a recurrir a la fuerza y la legitimidad de hacerse de territorio ocupado ilegalmente o por la fuerza.

Ambos conflictos han provocado debates mundiales sobre soberanía, ocupación, defensa propia y crímenes de guerra. Pero ¿puede considerarse alguno de estos como “justo”? ¿Y qué factores distorsionan o sostienen esa percepción? Por si esto no fuera lo suficientemente complejo y sujeto a narrativas subjetivas, aliñadas con propaganda y desinformación, ese debate, gracias a las posturas de Donald Trump, se entrevera íntimamente con otro endiabladamente complejo e incluso tóxico: el reconocimiento de control territorial. El reconocimiento de Estados o de situaciones territoriales de facto es uno de los actos más delicados de política exterior y de la praxis -e historia- de las relaciones internacionales. No se trata únicamente de formalidades diplomáticas, sino de decisiones de realpolitik con implicaciones jurídicas, éticas y geopolíticas de profundo alcance, rara vez tomadas únicamente con base en principios universales de justicia, derecho internacional o autodeterminación. Esto queda en evidencia cuando comparamos dos procesos en curso: la creciente posibilidad de que más países reconozcan al Estado palestino, y la remota -pero cada vez más discutida- opción de que EE.UU acepte, en algún grado, la ocupación rusa de territorio ucraniano como un “hecho consumado”, tal y como ha quedado evidenciado después de la vergonzosa cumbre entre Trump y Putin, haciendo eco de lo que sucedió en 1936 en otra cumbre -ésta en Múnich, entre Chamberlain y Hitler- que otorgó en su momento territorio a cambio de nada a un estado agresor.

A lo largo de la historia, el concepto de guerra justa ha sido utilizado como una herramienta ética y jurídica para discernir cuándo el uso de la violencia armada puede considerarse legítimo. Esta doctrina, desarrollada desde la filosofía cristiana medieval y reformulada en el derecho internacional moderno, busca limitar el daño y establecer criterios morales para justificar la guerra. La doctrina de guerra justa se basa en dos principios clave: jus ad bellum (el derecho a iniciar una guerra), predicada en causa justa (defensa contra una agresión) y una autoridad legítima; y jus in bello (la conducta justa en la guerra), predicada en temas como la proporcionalidad en el uso de la fuerza, la distinción entre ataques a combatientes y civiles, o el trato ético de prisioneros de guerra.

La agresión premeditada y la invasión injustificada rusas a Ucrania en 2022 han sido ampliamente condenadas por la comunidad internacional como tales y como una violación flagrante del derecho internacional (ni jus ad bellum ni jus in bello, claro está). Desde la perspectiva del jus ad bellum, el caso ucraniano se ajusta con claridad al paradigma de una guerra justa: el país fue atacado sin provocación directa, su integridad territorial fue violada, y su gobierno democráticamente elegido respondió en defensa propia. Además, Kyiv ha buscado respaldo internacional, recurriendo a foros diplomáticos y evitando, en general, prácticas masivas de agresión contra civiles rusos. La defensa del propio territorio y la protección de su población constituyen una causa justa, según la mayoría de los principios morales y legales. Pero todo esto parece importarle poco a Trump que, después de Alaska, no solo prosigue con su discurso de falsa equivalencia entre la agresión rusa y la defensa ucraniana (por cierto, igualito que López Obrador durante su sexenio), sino que sugiere que la forma de “llegar a la paz” y congelar el conflicto es entregar en charola de plata territorio ucraniano tanto actualmente ocupado por tropas rusas, como zonas que Moscú no ha logrado controlar como la totalidad de Dombás.

En contraste, el caso de Gaza es más complejo y menos lineal y, por ende, abre tanto en el tema de la guerra justa y la conducta justa de una guerra, como en el de la concesión y reconocimiento territoriales, debates que carecen de la nitidez de la situación prevaleciente en Ucrania. Y las actuales posturas del nuevo gobierno -o debo puntualizar, nuevo presidente- estadounidense, solo enrarecen aún más ese debate. Desde la perspectiva del jus ad bellum, no hay duda que Israel -y buena parte del mundo- justifica la respuesta en defensa propia a los ataques terroristas e indiscriminados de Hamás contra civiles israelíes el 7 de octubre de 2023. El problema palmario, evidentemente, es que las acciones posteriores -y el principio de proporcionalidad- por parte de Netanyahu no se ajustan ni remotamente a los principios del jus in bello, lo cual socava la legitimidad moral de su causa, como mínimo en su forma de ejecución. Pero al igual que en el caso de los crímenes de guerra cometidos por Rusia en Ucrania, aquí Trump no dice ni pío. Y el problema se agrava por el hecho de que aquí sí, al igual que con Rusia, el mandatario avala la toma ilegal y contra el derecho internacional de territorio palestino en Cisjordania y, crecientemente, Gaza (solo hay que recordar las patrañas trumpianas inmobiliarias de una “Riviera gazatí”). Es por ello -junto con la creciente percepción de que lo que inició como una jus ad bellum, la razón justa para la guerra, ha derivado en el flagrante incumplimiento del jus in bello, la conducta justa en la guerra- que el reconocimiento al Estado palestino ha cobrado renovado impulso, con todos los retos y problemas severos que ello conlleva: un reconocimiento que, por sí solo, no cambia las realidades de ocupación y destrucción sobre el terreno; que no garantiza la viabilidad de dos estados viviendo lado a lado ni la abjuración palestina a la destrucción de Israel; y que el liderazgo palestino está dividido.

Ambos escenarios, Ucrania y Gaza, evidencian la peligrosa ambigüedad de Trump frente a la agresión rusa en Ucrania y refuerzan una narrativa permisiva ante la devastación en Gaza por parte de Israel. Pero ilustran también una verdad de Perogrullo incómoda: la legalidad internacional -y la justicia y legitimidad de una acción bélica- es moldeada tanto por la coherencia moral -y su ausencia hoy por parte de una nación clave en ambos conflictos, como lo es EE.UU- como por factores reales de poder e intereses -y visión, o de nuevo en el caso de EE.UU, falta de ella- geopolíticos.

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