Carta desde Washington

Reventando contrapesos y reventando la democracia liberal

En estos primeros cinco meses de 2025 hemos atestiguado cómo la decisión de la Corte Suprema de Estados Unidos ha impactado la manera en la que Trump ha gobernado y concebido su mandato desde que asumió nuevamente el cargo.

Hace un año, en julio de 2024, la Corte Suprema de Estados Unidos le otorgó a Donald Trump la victoria legal de su vida. En un fallo cuyas consecuencias siguen reverberando al día de hoy, los seis jueces Republicanos de la corte -tres de ellos designados por él durante su primer periodo presidencial- dictaminaron que el aún entonces exmandatario tenía derecho a la inmunidad procesal y penal por potenciales delitos cometidos en el ejercicio de sus funciones, en este caso específico, con relación a la investigación, primero, del Congreso y, segundo, al proceso que se le seguía en el Departamento de Justicia por su intento sedicioso de invalidar las elecciones de 2020.

De entrada, la decisión asestó un golpe mortal a las esperanzas del fiscal especial designado para investigar las acciones de Trump y su arropamiento al asalto al Congreso y enjuiciarlo antes de las elecciones. Es más, el fallo no solo le otorgó una segunda vida política; junto con el intento de asesinato también en ese mismo mes, prácticamente lo convirtió de nuevo en presidente, inclinando la balanza a su favor, sobre todo si consideramos que las encuestas mostraban consistentemente en ese momento que una mayoría de estadounidenses querían que Trump fuera juzgado antes de las elecciones y que era probable que su apoyo, con un juicio y una muy plausible condena, sufriera una caída significativa. Pero más allá de las secuelas que esa decisión de la Corte tuvo para lo que ocurrió en las urnas, en estos primeros cinco meses de 2025 hemos atestiguado cómo esa decisión ha impactado la manera en la que Trump ha gobernado y concebido su mandato desde que asumió nuevamente el cargo.

El fallo claramente ha envalentonado al presidente en su gestión y en la peculiar -por decirlo de manera sutil- interpretación que él tiene de su potestad. Desde enero, ha llevado a cabo un esfuerzo agresivo y de amplio alcance para expandir el poder y las atribuciones del Ejecutivo y arrogarse facultades del Congreso y del poder Judicial. Esa manera de concebir su gobernanza ha implicado medidas que habrían sido prácticamente impensables en administraciones anteriores. Entre éstas, están el cierre unilateral de agencias creadas por el Congreso o el despido de reguladores independientes, incluso cuando el Congreso los protegía explícitamente de la destitución; el empoderamiento político del hombre más rico del mundo (Musk) para realizar recortes draconianos y a mansalva a lo largo y ancho del gobierno federal; el acceso a datos confidenciales de la Administración del Seguro Social a pesar de leyes de privacidad que lo previenen aprobadas por el propio Congreso; pasarse por el Arco del Triunfo decisiones de jueces con respecto a la deportación indiscriminada de migrantes; o su admonición de que ignorará las leyes que no le agraden. Estas acciones ciertamente no constituyen en sí mismos delitos federales, pero es difícil imaginar que todo esto ha ocurrido sin que Trump y su equipo en la Casa Blanca y en algunos de los cargos del gabinete se conciban a sí mismos como prácticamente inmunes a consecuencias legales graves en el futuro por cualquier acción que estén realizando hoy. Por si esto fuera poco, hay además asuntos que podrían socavar el derecho penal federal. Los acuerdos de Trump con grandes bufetes de abogados —que derivaron en acuerdos por casi mil millones de dólares para apoyar pro bono causas apoyadas por la administración Trump— parecen, a primera vista, violar leyes federales contra el soborno y la extorsión. Sin embargo, como resultado del fallo de la Corte Suprema del año pasado, Trump (más no los bufetes, eso sí, dado que esa inmunidad no se extiende a éstos) no necesita preocuparse de que una administración posterior lo procese en este sentido.

El fallo de inmunidad del año pasado también es un claro recordatorio de la inestabilidad doctrinal fundamental que prevalece bajo la supermayoría conservadora en el máximo tribunal del país. De hecho, la semana pasada, la Corte Suprema restringió drásticamente la capacidad de jueces federales para bloquear acciones presidenciales (Trump ya rompió el récord del número de Órdenes Ejecutivas -decretos presidenciales- emitidas para gobernar y brincarse al Congreso o a las cortes), incluso si las consideran inconstitucionales. Numerosos juristas y expertos legales han estado debatiendo las implicaciones de este fallo sobre los mandatos judiciales a nivel nacional y su impacto en el destino de la Orden Ejecutiva de Trump que pretende eliminar la ciudadanía por nacimiento. Existe un amplio consenso entre analistas y académicos de que esa orden acerca de la ciudadanía adquirida en automático por nacimiento -el principio jurídico de ius soli, o derecho de suelo- es en sí misma inconstitucional.

Pero este problema alarmante de la erosión de contrapesos y captura de poderes se agrava porque son precisamente éstos -claramente la Corte Suprema con esa mayoría conservadora pero también el propio Congreso, con estrechas mayorías Republicanas en ambas cámaras- quienes han cedido poder y atribuciones, o incluso están consintiendo activamente hacerlo, al presidente. Los ejemplos más claros son la usurpación de funciones en materia de política comercial y arancelaria (constitucionalmente, la facultad sobre ésta recae en el Congreso) y el recurso a una ley de emergencia -que muchos claman, con justificación, es inconstitucional- para amparar el gangsterismo arancelario de Trump, o el rechazo del Senado (con los votos Republicanos, evidentemente) que habría permitido al Congreso decidir, en virtud de sus poderes de guerra, si el presidente puede volver a atacar a Irán. Esto ha sacudido un sistema que depende de la fuerte competencia entre los tres poderes de la unión, cada uno protegiendo celosamente sus propias prerrogativas. Cuando los redactores constitucionales diseñaron en 1787 un sistema de pesos y contrapesos, no concibieron un sistema en el cual el Congreso y la Corte Suprema le dieran al Ejecutivo un cheque en blanco. Ese no es el tipo de control que tenían en mente; se pretendía crear fricción entre los tres poderes para lograr equilibrio.

No hace mucho tiempo, los líderes del Congreso -y ya no se diga la Corte Suprema- estaban más dispuestos a ejercer su poder ante la Casa Blanca. Los senadores defendían el papel del Senado, enfrentándose ocasionalmente a presidentes de su propio partido. Fueron senadores Republicanos quienes le dijeron a Nixon que tenía que renunciar o el Senado lo destituiría. Un Congreso controlado por el GOP anuló el veto del Presidente Reagan a las sanciones contra la Sudáfrica del apartheid. En 1999, el senador Demócrata Robert Byrd instó a sus colegas a tomar en serio su papel constitucional en el juicio político a Clinton. Y en 2010, el propio Byrd se pronunció en contra de eliminar el recurso del “filibusterismo” legislativo (la táctica que permite retrasar o bloquear votaciones prolongando el debate de manera indefinida a menos que una supermayoría, 60 de 100 senadores, vote para proceder) en un momento en que los Demócratas (con mayoría en el Senado) estaban ansiosos por impulsar la agenda del Presidente Obama. Nunca se vería algo así hoy en día con un partido carente de columna vertebral y totalmente cooptado por Trump como lo es hoy el GOP.

No puedo imaginar, en ningún universo alternativo, que los Republicanos del Senado y de la Cámara de Representantes anulen un veto de Trump, ni siquiera si todos los poderes del Congreso estuvieran en juego.

Este proceso de erosión de una democracia liberal de pesos y contrapesos y de captura de los poderes Legislativo y Judicial por parte del Ejecutivo, que por cierto en México hemos vivido los últimos seis años y pico, es insólito en EE.UU (en muy pocas cosas México ha ido a la vanguardia de nuestro vecino, pero esta es indudablemente una de ellas!). Si todo esto cambia las normas políticas y constitucionales del país y se convierte en la aterradora nueva normalidad, o si al final del día es solo una aberración temporal, es algo que aún no podemos prever. Y evidentemente, cada quien puede interpretar este proceso alarmante según su filiación -o fobia- ideológica o partidista. Pero que Trump está socavando los pesos y contrapesos y la separación de poderes en Estados Unidos no está en duda y tiene implicaciones profundas y potencialmente peligrosas para la democracia constitucional, el Estado de derecho y la estabilidad institucional del país. No solo pone en riesgo las bases institucionales sobre las que se ha sustentado por ya casi 250 años la democracia estadounidense; desdibuja la línea entre democracia y autoritarismo.

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