Carta desde Washington

Al borde del despeñadero en el techo del mundo

Con el alto al fuego, tanto India como Pakistán se han atribuido la victoria en el breve pero alarmante enfrentamiento que en días llevó a los dos vecinos nucleares al borde de la guerra abierta y declarada.

Hasta hace una semana, India y Pakistán parecían estar al borde de una guerra total. Vivir a lo largo de la llamada Línea de Control, la volátil frontera de facto en la cordillera de los Himalaya que separa a India y Pakistán en la región disputada de Cachemira, ha sido durante décadas vivir perpetuamente en el filo de la navaja entre una paz frágil y un conflicto abierto, y la escalada militar que se vivió este mes ahí volvió a poner a India y Pakistán, dos potencias nucleares, al borde del precipicio. Dos semanas después de que cinco terroristas masacraran a tiros a 26 turistas indios en el pueblo Pahalgam en la Cachemira administrada por India, Nueva Delhi lanzó un operativo militar en la madrugada del 7 de mayo con una serie de ataques transfronterizos con misiles contra nueve locaciones que el gobierno indio calificó de “infraestructura terrorista” en la provincia pakistaní de Punjab y la Cachemira administrada por Pakistán. Las autoridades pakistaníes denunciaron un “acto de guerra”, afirmando que India había matado a 31 personas, entre ellas mujeres y niños, prometiendo represalias. El ejército pakistaní también afirmó haber derribado cinco aviones de combate indios en el estado indio de Punjab y la Cachemira administrada por India, y lanzó ataques con drones contra varias ciudades del norte de la India.

La disputa entre India y Pakistán por Cachemira se remonta a 1947, tras la partición de India y la formación de Pakistán. Desde entonces, ambos países han librado tres guerras por la región, que permanece dividida. La Línea de Control que divide a Cachemira en dos no es más que la línea de cese al fuego en 1949, tras la primera guerra entre India y Pakistán por el control de la región, y es, para todo propósito, un ejemplo clásico de una “frontera trazada con sangre, forjada mediante el conflicto”. La Cachemira administrada por India ha sido escenario de una violenta insurgencia que ya lleva décadas, en buena medida respaldada y financiada por Pakistán, y es una de las zonas más militarizadas del mundo.

La perspectiva de un conflicto prolongado que podría haber escalado entre dos potencias nucleares había estado prendiendo focos rojos de alarma tanto en capitales de Asia (Beijing, Teherán y Riad) como en Naciones Unidas y en algunas capitales europeas, las cuales habían estado abogando por una desescalada y la urgencia de encontrar rampas de salida tanto para India como para Pakistán. Estados Unidos había inicialmente declarado que India tenía “derecho a defenderse” tras el ataque en Cachemira; al preguntársele a Trump en la Oficina Oval sobre la escalada de tensiones entre India y Pakistán, éste respondió con típico desdén: “Llevan mucho tiempo peleando. Solo espero que termine pronto.” Su vicepresidente, JD Vance, se limitó a decir con su fanfarronería habitual que “no es asunto que nos competa”. Sin embargo, un par de días después pareciera que a la Administración Trump le cayó el veinte que dejar a los dos países con armas nucleares a su suerte y atrapados en espiral de acciones militares in crescendo representaba un peligro no solo para la región, sino para el mundo entero, y que el único mediador aceptable para ambas partes era EU, como lo ha sido históricamente durante décadas en esa región. En particular, ahora se sabe que los Departamentos de Estado y de Defensa empezaron a temer que la escalada hacia una amenaza nuclear se convirtiera en una posibilidad muy real, aún más después de que India lanzara ataques contra tres bases aéreas pakistaníes críticas, entre ellas la base aérea de Nur Khan en la ciudad de Rawalpindi en lo que fue un ataque claramente preventivo, ya que el cuartel general del ejército y el ala militar que protege las armas nucleares de Pakistán se encuentra ahí. La sacudida en Washington propició ocho horas de negociaciones encabezadas por EU, asegurando un alto al fuego la semana pasada. Ambos países confirmaron haber llegado a un acuerdo, aunque India negó cualquier mediación estadounidense (India ha rechazado históricamente la mediación de terceros en Cachemira, considerándola un asunto soberano, y sigue siendo muy sensible a cualquier debate sobre el tema a nivel internacional), mientras que Pakistán -a diferencia de la India- ha buscado internacionalizar el conflicto, por ende beneficiándose del rol jugado por Washington.

Con el alto al fuego, tanto India como Pakistán se han atribuido la victoria en el breve pero alarmante enfrentamiento que en días llevó a los dos vecinos nucleares al borde de la guerra abierta y declarada. Nueva Delhi insiste en que los ataques contra Pakistán estaban plenamente justificados tras la declaración del Consejo de Seguridad de la ONU sobre el atentado en Pahalgam del 22 de abril. Funcionarios gubernamentales destacaron el llamado de la resolución a “responsabilizar y llevar ante la justicia a los autores, organizadores, financiadores y patrocinadores de este reprensible acto de terrorismo”. Tras acusar durante mucho tiempo a Pakistán de patrocinar y albergar a grupos militantes y terroristas anti-indios, la India presentó la decisión de atacar objetivos en el interior de Pakistán como una respuesta no solo a la masacre de Pahalgam, sino también a una serie de actos terroristas que se remontan al ataque al parlamento indio en 2001. Las autoridades afirmaron que la “Operación Sindoor” -la ofensiva militar india- fue “de naturaleza focalizada, mesurada y sin escalada”, dirigida exclusivamente contra “infraestructura terrorista” vinculada a grupos que han liderado atentados y ataques armados contra India en las últimas dos décadas. Mientras que India afirma que su nueva doctrina hacia Pakistán demuestra un cambio de la represalia simbólica a un ataque militar decisivo, y que sus objetivos antiterroristas específicos inicialmente evitaron atacar la infraestructura militar, Pakistán argumenta que ofreció una defensa sólida y robusta contra el ataque “ilegal” de India (ante lo que afirma es la ausencia de pruebas de complicidad pakistaní en el ataque a Pahalgam), argumentando que no comprometió su soberanía e integridad territorial, a la vez que, por primera ocasión, logró atacar con éxito a blancos de su vecino más allá de la Cachemira bajo control indio. Peor más allá de como enmarca cada capital lo ocurrido, no cabe duda de que este conflicto de cuatro días entre India y Pakistán ha representado la mayor escalada militar entre ambos Estados en décadas. Y ha dado lugar, de manera aún más preocupante, a nuevas doctrinas -militares y diplomáticas- al interior de cada nación.

Por encima de esto, una combinación de retórica belicosa y chovinista, agitación social y política interna y la lógica implacable de buscar la superioridad militar en la región han aumentado los riesgos de escalada. El destino del sur de Asia está ahora en gran medida en manos de dos líderes -cuasi-caudillos- devotamente religiosos, quienes creen estar librando una guerra justa contra un enemigo declarado. Es un cálculo de suma cero en una región retacada de armamentos, incluyendo ojivas nucleares, y la reputación de ambos líderes al interior de sus respectivas naciones depende en gran medida de que su honor salga intacto ante los ojos de la opinión pública a ambos lados de la frontera. Por un lado, en la India está Narendra Modi, un nacionalista hindú que parece siempre florecer durante una crisis. Por el otro, está el poder detrás del poder en Pakistán, el general Syed Asim Munir, jefe de las fuerzas armadas y el militar más religioso de Pakistán en décadas, muy fortalecido por el conflicto con India pero encabezando una institución castrense cada vez más impopular entre la población debido a la precaria situación económica que vive el país, a la corrupción y falta de gobernanza eficaz y por el encarcelamiento del ex primer ministro y político populista -y ex jugador de la selección nacional de cricket- Imran Khan. Modi y Munir están ahora enfrascados en un juego de gallina en las cumbres y precipicios de los Himalaya. Ninguno quiere una guerra, pero ninguno quiere pestañear y mucho menos dar la impresión de ceder.

¿Podrá perdurar la paz? Sin duda, la operación militar de la India este mes representa un desplazamiento definitivo de las habituales tensiones bilaterales diplomáticas hacia el ámbito de las hostilidades -y las amenazas- militares, con poca certeza sobre las posibles repercusiones que ello tendrá para la paz y la seguridad internacionales en el mediano plazo. Sin duda será necesario un trabajo sostenido por parte de ambas y de la comunidad internacional para restablecer un entorno transfronterizo y regional estable. Y por si esto fuera poco, India y Pakistán han emergido de su conflicto militar de 100 horas con lecciones, narrativas y percepciones de costo-oportunidad muy diferentes. No es una receta ideal.

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