Cuando el sol se ponga esta noche en Ereván, la capital de Armenia, miles de personas acudirán a la Plaza de la República para el inicio de los eventos para rememorar mañana el 110 aniversario del Genocidio Armenio -el primero del siglo XX- cometido por el movimiento de los llamados Jóvenes Turcos durante los últimos estertores del Imperio otomano, y que se cobró la vida de casi 1.5 millones de armenios en Anatolia, en el contexto de la Primera Guerra Mundial. Más de un siglo después, las heridas del genocidio, la limpieza étnica y el conflicto siguen abiertas en la memoria del pueblo armenio.
En septiembre pasado, durante mi participación en un foro geopolítico organizado ahí por el gobierno armenio y una fundación india, pude acudir al cementerio militar de Yerablur, en una colina al lado de la capital, lleno de familias que visitaban las miles de tumbas -con una bandera armenia ondeando encima de cada una de ellas- de soldados (el servicio militar obligatorio en Armenia implica que la mayoría de estos soldados caídos tenían 20 años o menos) que fallecieron en la guerra más reciente que ha asolado a la región del Cáucaso, una dolorosa y descarnada realidad que se palpa en cada calle y con cada habitante de la capital armenia. Las continuas guerras -a partir de la década de los 90 y culminando en 2023- con la vecina y autoritaria Azerbaiyán por el territorio de Nagorno-Karabaj (Artsaj, para los armenios), de población mayoritariamente armenia, no han hecho más que exacerbar los sentimientos de vulnerabilidad en la sociedad, sobre todo por el abandono total que Armenia sufrió en 2023 por parte de la comunidad internacional y la política explícita de expulsión forzada y destrucción cultural instrumentada por Bakú, por medio de la cual, casi toda la población de 120 mil habitantes tuvo que huir del territorio a Armenia, una limpieza étnica en forma y nombre, calificada y denunciada como tal por la prensa internacional y organizaciones internacionales de derechos humanos, así como por una resolución del Parlamento Europeo en octubre de 2023.
El conflicto por Artsaj, que tiene sus raíces en las grandes luchas de poder de principios del siglo XVIII, se ha intensificado a la vez que se desvanecía el control imperial de cada una de las grandes potencias circundantes del momento, como la Persia Safávida, el imperio Ruso y la Unión Soviética. En 1921, tras la conquista del Cáucaso por parte del Ejército Rojo, el Partido Comunista declaró Nagorno-Karabaj, de población armenia, como una región autónoma. Sin embargo, esta región administrativamente formaba parte de la recién creada República Soviética de Azerbaiyán, lo que provocó frecuentes tensiones entre Bakú y los armenios en ese territorio. La fase moderna del conflicto comenzó durante la Perestroika en 1987, cuando los armenios en Karabaj intentaron unirse a la Armenia soviética, provocando la respuesta violenta de Azerbaiyán. Tras la disolución de la URSS, estalló en 1992 una guerra a gran escala. Decenas de miles de personas murieron en ambos bandos y cientos de miles fueron desplazadas. Tras un alto al fuego en 1994, los armenios de Artsaj salieron victoriosos.
Durante buen tiempo, Rusia, como garante histórico de la seguridad de Armenia y su principal socio económico, impidió que Azerbaiyán escalara el conflicto a una guerra abierta. Cuando ello acabó ocurriendo en 2020 (Azerbaiyán, montado sobre el autoritarismo, militarismo, nacionalismo pan-turco y la armenofobia del presidente azerí Ilham Aliyev y su riqueza petrolera y gasera -con las concomitantes fichas y maniobra diplomáticas que ello le ha otorgado en capitales occidentales- conquistó los territorios adyacentes a Artsaj que Armenia había tomado en 1994), fue Rusia la que desempeñó un papel central en la negociación de un acuerdo de paz entre ambos Estados. Y durante más de dos décadas, un equilibrio militar asimétrico, más las ventajas estratégicas que les otorgaba a los armenios la geografía de la región, mantuvieron una paz relativa. Sin embargo, este equilibrio se fue decantando poco a poco a favor de Azerbaiyán. Entre 2006 y 2022, Bakú gastaría 40 mil millones de dólares en la modernización de sus fuerzas armadas y en 2010, Turquía, bajo su fórmula de “una nación, dos países”, firmó con Azerbaiyán -una nación túrquica- un acuerdo militar integral. Mientras, en 2018, la “Revolución de Terciopelo”, en Armenia, marcó el arribo de una nueva generación de líderes en ese país que creyeron que la vía democrática de su país contaría con el apoyo de Occidente, permitiéndole mantener a la vez su alianza de seguridad con Rusia. Sin embargo, la dinámica cambió en 2020: el estallido del Covid-19 desvió la atención de las potencias regionales y globales hacia la política de contención de la pandemia, creando un vacío estratégico en la región y dejando a Armenia cada vez más aislada. El golpe de timón se dio en febrero de 2022 con la invasión rusa a Ucrania. Cuando en diciembre de ese mismo año, Bakú inició un bloqueo de 10 meses a Artsaj prácticamente aislando al territorio del resto del mundo y dejándolo en un estado existencial de precariedad económica y humana, la inacción rusa y su incapacidad de reubicar efectivos militares disuasivos al Cáucaso detonó la convicción azerí de que Putin no movería un dedo ante una incursión total. Casi un año después, en septiembre de 2023, las tropas azeríes, apoyadas por Ankara, con planeación operativa e inteligencia militar, comenzaron a bombardear el territorio con artillería y drones turcos que pulverizaron la ventaja geográfica estratégica de Ereván, obligando a los armenios a deponer las armas poco después de las primeras 24 horas de iniciado el ataque. El éxodo masivo de la población a Armenia comenzó ese mismo mes y el 1 de enero de 2024, Azerbaiyán forzó la disolución de la autoproclamada república y arrestó a todos los líderes armenios de Artsaj, que ahora enfrentan una farsa de juicio.
No cabe duda que la captura de Artsaj por las fuerzas azerbaiyanas marca un cambio de poder regional. Incapaz de gestionar la crisis humanitaria por sí sola y con su seguridad constantemente amenazada por la posibilidad de nuevos ataques azeríes, Armenia, en los últimos meses, ha tenido que comenzar a diversificar su cartera de alianzas, reevaluando su relación con Moscú y buscando ayuda económica y asistencia en materia de seguridad en países occidentales. Sin embargo, su margen de maniobra se ve significativamente impactado por sus relaciones con tres de sus vecinos y las principales potencias regionales: Rusia, Irán y Turquía. Además, el alto grado de interconexión estructural que persiste con Rusia significa que aún queda un largo camino por recorrer antes de que esa apuesta del gobierno armenio se haga realidad. Mientras que antiguas repúblicas soviéticas como Moldavia, Ucrania y Georgia -todas ellas candidatas a unirse a la Unión Europea- tomaron medidas concretas en la década pasada para acercarse a Occidente, el gobierno armenio profundizó su cooperación con Rusia. En 2013, anunció su adhesión a la Unión Aduanera Euroasiática, una zona de libre comercio integrada por Rusia, Kazajistán, Kirguistán, Bielorrusia. Hoy Armenia sigue formando parte oficialmente de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva (OTSC), una alianza de seguridad similar a la OTAN formada por antiguos Estados soviéticos, aunque Ereván afirma que su membresía está actualmente en pausa. Pero el resultado de todo esto es que al final del día y en términos existenciales, Armenia tiene una alianza militar con Rusia que no funciona y Azerbaiyán tiene una alianza con Turquía que sí funciona.
Y por si esto fuera poco, Armenia vive con el significativo daño económico resultante de la derrota en la guerra de 2023 y la pérdida de control sobre rutas de transporte clave en la región, así como el desaliento y desmovilización de la importante y poderosa diáspora armenia alrededor del mundo. Por lo tanto, en los próximos años, Armenia se enfrentará a una crisis multidimensional de importancia potencialmente existencial, contingente en gran medida del nivel de compromiso e involucramiento de Occidente: si éste sacrifica a Armenia en el altar del acceso al gas y petróleo azerí, o si articula una política regional de oposición al autoritarismo, defensa de los derechos humanos y de minorías, y el rechazo al uso de la fuerza, un escenario poco probable con el alarmante aislacionismo trumpiano en Estados Unidos y una Europa que cada vez más tendrá que velar por su propia seguridad ante una Rusia potencialmente envalentonada. Por ello, este 24 de abril, Armenia no solo tendrá que recordar, llorar y honrar a los suyos asesinados en el genocidio y a sus soldados fallecidos en Artsaj; tendrá que repensar y recalibrar con tiento su futuro.