A menos de cuatro semanas de despedir este 2025 –en medio de la furia, el estruendo, los misiles y los drones– es inevitable detenernos y hacer un balance de cómo, en nuestro ámbito político y social, cerraremos el año. Ya cumplido el primer cuarto del siglo, entendemos que no vivimos una situación excepcional. Cada periodo previo a las guerras mundiales fue único en su tiempo y, sin embargo, todos compartieron un mismo aire de amenaza.
Hoy ocurre algo similar. El mundo enfrenta numerosos conflictos, pero todos orbitan alrededor de uno esencial: la disputa por la hegemonía. Vivimos la reconfiguración de los imperios, la competencia tecnológica, la fractura cultural y la separación entre un bloque occidental que intenta sostenerse y un bloque oriental que avanza con disciplina y paciencia estratégica.
En ese tablero conviven Estados Unidos, la Unión Europea, China –el gran competidor global– y una Rusia que, desde Iván el Terrible hasta Putin, ha definido su identidad a partir de las guerras y las reivindicaciones territoriales. A ello se suma un actor silencioso pero constante: India.
La dimensión económica también pesa. El bloque Estados Unidos–México–Canadá concentra cerca de 30% del PIB mundial. Es una base envidiable, pero que cada vez más se enfrenta al ascenso sostenido del eje asiático. Sin embargo, por debajo de las cifras y los discursos hay un factor determinante: el control de las tierras raras y los minerales estratégicos.
Eso que algunos llaman “el poder de los imanes” es, en realidad, la esencia del poder militar contemporáneo. Por incluir un número de la relevancia de estos minerales estratégicos y tierras raras, la construcción de un F-35 estadounidense requiere de aproximadamente 418 kilogramos de tierras raras. En esos materiales –los que permiten fabricar motores avanzados, misiles, radares, sistemas electrónicos, capacidades cuánticas y armas inteligentes– se define el presente y el futuro inmediato de la capacidad real de agresión entre Estados.
Este contexto enmarca las dos guerras formales que hoy vive el mundo: conflictos reales, con tanques, barcos, drones y miles de muertos.
La guerra entre Rusia y Ucrania sigue siendo la herida abierta de Europa. Napoleón creía que una Alemania sometida era necesaria para dominar el continente. Otto von Bismarck, en su tiempo, lo expresó con brutal claridad: “Quien tenga la mano en Europa Central tendrá la mano en la garganta de Europa”.
En su época, Ucrania formaba parte del Imperio ruso y luego de la Unión Soviética. Hoy, Ucrania se ha convertido en un punto vital del equilibrio europeo.
Pese a la superioridad inicial de Rusia y tras casi cuatro años de la invasión, Moscú todavía no ha logrado una victoria decisiva. Las estimaciones más sólidas hablan de cientos de miles de muertos y más de un millón de bajas combinadas, además de una devastación económica monumental. De un lado, el dueño del gas y el petróleo que aún calientan y mueven a Europa; del otro, el dueño de los cereales y los campos que alimentan al mundo.
Con ese costo –insostenible y prolongado– inevitablemente surge la pregunta: ¿qué pretende Trump en el Caribe? Mantener un despliegue militar estadounidense de gran escala, como el que está a las puertas de Venezuela, cuesta alrededor de 200 millones de dólares diarios. Y mientras nadie ve posible una victoria total en el frente europeo, el frente latinoamericano abre dudas estratégicas que Estados Unidos parece incapaz o poco dispuesto a resolver.
¿Puede ser Venezuela el Vietnam del nuevo tiempo? No. ¿Habrían consolidado Chávez y la región aquella ola de populismos si no hubiera ocurrido el atentado contra las Torres Gemelas? Probablemente no. Sólo el 9/11 y su impacto demoledor sobre la política estadounidense explican el surgimiento de esos movimientos como consecuencia de un cambio drástico en la priorización de intereses de Estados Unidos.
Trump puede generar desconfianza sobre su capacidad para dirigir lo que, sin exagerar, es el mayor movimiento militar en el Caribe desde la crisis de los misiles de los 70 entre Kennedy, Khrushchev y Castro. Pero la comparación tiene un matiz fundamental: aquella confrontación se libró en la sombra, entre cables diplomáticos y líneas directas. La de hoy se libra a la vista de todos, en titulares, encuestas y redes sociales, donde cada gesto se evalúa por su efecto electoral y el impacto en las encuestas de popularidad.
El ejército estadounidense observa con creciente inquietud el tipo de comandante en jefe que tiene. Las unidades especiales –las mismas que ejecutaron operaciones como la muerte de Osama bin Laden– no entienden la lógica de anunciar públicamente, por medio de sus redes sociales, la existencia y ejecución de operaciones encubiertas de la CIA. Y es que ningún presidente lo había hecho antes.
El punto crítico no está sólo en Washington, sino en Caracas. A estas alturas, los chavistas –sobre todo los militares y Vladimir Padrino– tienen en sus manos la llave para entregar a Maduro. Y si esa “entrega” llegara a ocurrir, no se explicaría como un hecho aislado, sino dentro del marco de una guerra a muerte contra los cárteles de la droga.
En ese contexto, la tentación de Trump de ofrecer indultos o gestos unilaterales a dirigentes condenados por narcotráfico –como el otorgado al expresidente hondureño Juan Orlando Hernández– no hace sino ampliar la incertidumbre. En palabras del propio Trump, este indulto total y completo se justificó porque “muchas personas a las que respeto enormemente opinan que ha sido tratado de manera muy dura e injusta”.
Mientras tanto, Europa observa con angustia. Más allá de lo que Trump pueda desear –un acuerdo con Putin, una salida rápida, una desescalada–, los europeos saben que, si la guerra no termina bien para Ucrania, el continente quedará vulnerable frente al oso ruso. Por eso insisten, presionan, reclaman y temen. Y, en este sentido, conviene subrayar que Estados Unidos ya no es el líder absoluto mundial ni quien manda en la OTAN, sino que se trata de un país que ha abandonado sus compromisos internacionales. De ahí que Trump no termine de decidirse por invadir Venezuela, imponer su voluntad ante la Unión Europea o ponerle fin a la guerra entre Rusia y Ucrania.
Vivimos tiempos de decisiones e incertidumbre. Aunque lo único sobre lo que podemos estar seguros es que, al iniciar el año, no estaremos ni más seguros ni estables. Al contrario. Hoy, el verdadero peligro y riesgo está en el dedo de quien lidera el bloque al que pertenecemos y que, con sólo picar un botón, sería capaz de desencadenar un holocausto. Ese es el hecho más crudo, incómodo y revelador con el que recibiremos 2026.