En muchos casos, en distintas situaciones políticas de tensión y en escenarios muy diversos, el principal problema –y lo que más agita a una sociedad– es la incapacidad de algunos gobernantes para habitar y aceptar la realidad tal como es.
El poder da mucho, pero a veces quita más. Cuando los gobernantes intentan analizar lo que sucede, suelen encontrarse, en términos generales, con dos opciones. La primera es no aceptar la realidad y reinterpretarla y ajustarla según lo que les conviene. Bajo esa lógica, nunca es su culpa: siempre hay una conspiración, siempre hay enemigos que no respetan nada y siempre hay una batalla que “hay que librar” contra fuerzas externas.
Pero ¿qué pasa si una baja en la popularidad, una manifestación masiva o incluso ciertos actos de violencia dentro de esa manifestación no son producto de una manipulación, sino la expresión directa de un problema político y social más profundo? ¿Qué ocurre cuando un gobernante deja de ser inteligente precisamente porque decide negar lo evidente?
Esa es la clave. En el caso mexicano basta con mirar atrás. Recuerdo aquella primera gran manifestación, con miles vestidos de blanco protestando por la violencia en la ciudad durante el gobierno de Andrés Manuel López Obrador, y veo cómo tanto los gobiernos –de cualquier bando, color e ideología– como el propio pueblo se han acostumbrado a que, en el fondo, nunca pasa nada. Es como cuando alguien es sorprendido en algo malo, chueco o ilegal: salvo que haya una detención inmediata, todos sabemos que la avalancha de información hará que lo que hoy es escándalo, mañana se olvide, y en una semana nadie recuerde ni siquiera la magnitud de la acusación o en algunos casos que ni recordemos cuál fue la injusticia perpetrada.
Por eso es crucial detectar a tiempo los signos de malestar, incomodidad o rebeldía social y tener la capacidad de rectificar. Es cómodo –y políticamente útil– usar los recursos e inteligencia del Estado para intentar descubrir “quién está detrás”, para señalar culpables y para reducir cualquier protesta a una conspiración organizada. Al final, raramente se analiza lo que realmente está en juego: casi nunca coincide con lo que se grita en la calle, sino que responde a tensiones acumuladas, intereses opacos y un clima político deteriorado por la polarización.
El único consejo sensato para un gobierno tan singular como el actual –el primero en la historia de México dirigido por una mujer– es no repetir los errores de los hombres. No pelear con la realidad. Porque, sea cual sea la dimensión del problema –que en estos momentos creo que es enorme–, la violencia, la inseguridad, las muertes y las desapariciones no nacieron con la ‘4T’ ni con un solo gobierno. Estos elementos son heridas que venimos arrastrando por demasiados años. Y quizá por eso lo que comenzó como un síntoma menor está transformándose en un cáncer social difícil de contener.
No sé cuántos adultos mayores fueron a la manifestación del 15 de noviembre, creo que en realidad no importa. La generación Z, los millennials, los jubilados, quienes reciben pensiones de la ‘4T’, todos tienen derecho a manifestarse. El problema no es quién marcha, el problema es que, frente a cualquier argumento político, están los muertos, está la realidad que ya no se puede seguir maquillando. De la marcha me quedo con una frase: “Yo no quiero vivir en otro país. Quiero vivir en otro México”.
Por otra parte está el llamado “movimiento del sombrero”, que antes del asesinato de su creador –Carlos Manzo– tenía cierta presencia pública y que, después del crimen, se convirtió en parte de esas escenas urbanas que alimentan las revoluciones.
Hemos llegado a un punto en la relación del país con la violencia donde los eslóganes, las estadísticas y los “otros datos” ya no bastan para seguir conteniendo el descontento social ni para tratar de mostrar una imagen menos cruel del país en el que vivimos. El miedo está en el aire. Está en la calle.
Los pueblos se sienten seguros o inseguros. Nosotros, los mexicanos, tenemos demasiadas razones para sentirnos desprotegidos y en un constante estado de alerta. Que nadie pretenda refugiarse en la idea de que se trata de un efecto de la polarización o de la extrema derecha más radical. No, esto es consecuencia de las más de 100 mil personas desaparecidas, de los miles de asesinados, de la guerra abierta entre cárteles y de esa mezcla corrosiva que sólo puede explicarse desde la impunidad.
Seguimos esperando. Queremos conocer las conclusiones de las investigaciones. No es aceptable que la historia de tanta sangre derramada termine en la misma frase de siempre: investigaremos hasta hacer justicia o la eterna promesa de “cero impunidad”. Esa fue la promesa de este y el anterior gobierno. Pero… ¿cuándo se hará justicia? ¿Dónde? ¿Será en este siglo o el siguiente? ¿En este México o en otro?
Esta generación que hoy ocupa el gobierno, empezando por la propia presidenta, no tiene derecho a olvidar que el mundo cambió radicalmente gracias a dos movimientos juveniles y estudiantiles que marcaron un antes y un después.
En aquel entonces, el repertorio generacional terminaba en los baby boomers. Pero es evidente que, sin la revuelta estudiantil de París en 1968 –un episodio colocado en un lugar triste, pero profundamente simbólico en la historia reciente de Francia– el mundo, no sólo ese país, habría sido muy distinto.
En el caso de México, la generación a la que pertenecían muchos de los actuales líderes que hoy gobiernan bajo el cobijo del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena) vivió de manera directa la otra gran disrupción del 68: la matanza de la Plaza de las Tres Culturas, o también conocida como la matanza de Tlatelolco. Un salto al vacío que marcó a miles de jóvenes y dejó una herida que todavía resuena en la memoria nacional.
Ninguna generación tiene derecho a minimizar los efectos que otras han tenido en la construcción de un país. Pero esta, por su propia historia y por las tragedias que la moldearon, menos que ninguna.