Año Cero

La Francia eterna

La historia de Francia siempre ha estado marcada por la grandeza y el drama, por la gloria y la injusticia.

En estos tiempos de reconfiguración global, en los que las relaciones entre pueblos y gobiernos se mueven entre la gobernanza y la confrontación, el mundo parece despedirse del último siglo y medio de su historia política, social y económica. En medio de este cambio, que se ve confrontado con la desaparición de las instituciones y de los modelos del pasado, he de reconocer que ser despertado por La Marsellesa a las cinco y media de la mañana es una imagen que –al igual que los franceses– difícilmente olvidaré. Así fue la mañana del pasado 21 de octubre para Nicolas Sarkozy mientras se preparaba para ingresar en prisión.

A pesar de que aún le quedaba un recurso y teniendo en cuenta de que la ley francesa establece que las personas mayores de 70 años, aunque condenadas, tienen la opción de cumplir sentencia bajo libertad condicional, ahí estaba él, un expresidente francés detenido, símbolo de un país que vuelve a enfrentarse a sus propias contradicciones.

La Cuarta República acabó por la inestabilidad permanente y la falta de liderazgo. Aquella Francia, fragmentada por partidos, enfrentamientos y polarización tras la Segunda Guerra Mundial, fue reemplazada por la Quinta República. El general Charles de Gaulle regresó entonces como un jinete sobre la historia para imponer un sistema que, pese a los partidos y la Asamblea Nacional, concentraba el poder final en las manos del presidente. Francia parecía reconciliarse con su necesidad de mando.

Sarkozy, que alguna vez pasó del Ministerio del Interior al Palacio del Elíseo, duerme en una celda mientras sus abogados esperan el fallo del Tribunal Supremo. Pero lo relevante no es su condena, sino lo que ella desencadena. No estamos ante el fin de una carrera política –por cierto, brillante– sino ante el lanzamiento de un nuevo proceso electoral.

Permítame explicarme. Emmanuel Macron, hoy con una popularidad bajo tierra, enfrenta un país que ya no lo quiere. Algunas de las últimas encuestas sitúan el índice de confianza hacia la administración del actual presidente francés por debajo de 15% de aprobación. En otras palabras, sólo 14% de los encuestados confía en la capacidad de Macron para enfrentar los desafíos que afronta su país.

La Asamblea Nacional francesa está fracturada por una multiplicidad de bloques que impiden cualquier cohesión política. La unidad que alguna vez sostuvo el proyecto francés se ha desvanecido, contrario a lo que Donald Trump vive dentro de su país. El presidente estadounidense disfruta de una cómoda luna de miel con su Congreso y su Senado –y con buena parte de su pueblo, con poco más de 40% de aprobación–, incluso cuando crecen las manifestaciones en su contra. Manifestaciones que, más que incomodar o alentar a un cambio, provocan risas e incluso motivan la generación de videos hechos por la inteligencia artificial sobre Trump. Ríe ante quienes protestan como si fueran niños que aún no comprenden su visión de Estados Unidos.

Francia está perdida. Europa también. Francia es probablemente el primer país de la Unión Europea donde el choque entre el resentimiento social, la inmigración y la mayoría musulmana podría desencadenarse en un enfrentamiento frontal. La posibilidad de que Marine Le Pen llegue a la presidencia ya no es una hipótesis extrema, sino una posibilidad. Y, lo que es más emocionante, bajo estos nuevos acontecimientos, es muy probable que la persecución judicial contra Sarkozy termine siendo el inicio de una campaña que lo lleve de regreso a la presidencia francesa.

La historia de Francia siempre ha estado marcada por la grandeza y el drama, por la gloria y la injusticia. Su identidad política se ha forjado también en los errores judiciales. No hay que olvidar que Edmundo Dantès, el conde de Montecristo, es la encarnación de la víctima de una sentencia judicial injusta y es un personaje clave de la historia moderna del país. Tampoco hay que olvidar que Jean Valjean, protagonista de Los Miserables, fue perseguido por una condena desmedida que sólo el toque divino o la muerte pudieron liberarlo. Y cómo olvidar aquel grito de conciencia que estremeció a Francia el célebre discurso de Émile Zola “J’accuse...!” –“Yo acuso”, en español– en defensa del capitán Dreyfus frente al abuso del Estado.

La política francesa, demasiadas veces, se ha escrito a caballo de los tribunales como para no pensar que lo que vimos el otro día tiene más trasfondo de lo que pudiéramos imaginar. Lo que vimos la mañana del pasado martes no fue a un hombre iniciando su condena, sino a un político iniciando su regreso. Sarkozy no estaba caminando hacia la cárcel: estaba dando su primer paso, otra vez, hacia el Palacio del Elíseo.

En cualquier caso, viendo la situación actual de Francia y repasando las imágenes que circulan alrededor del mundo atestiguando el gran robo de las joyas napoleónicas en el Museo del Louvre, a uno se le ocurre que, una solución posible para un Estado tan desbordado y tan en crisis, haría falta llamar al inspector Clouseau y a la Pantera rosa para descubrir y desenmascarar a los ladrones.

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