No hay que darle más vueltas. No hay que especular. No hay que esperar a que aparezca lo que ya ha desaparecido. No se trata sólo de que el mundo sea nuevo –cada generación ha creído, con razón, que la suya sería la definitiva, la mejor, la más luminosa–, sino de que hoy lo nuevo es un cambio sustancial, brutal, que lo ha transformado todo. Ese cambio puede resumirse en dos grandes puntos.
Primero, hemos sustituido por completo la era de la legalidad, los valores y las garantías de los derechos individuales por una lógica de ganancia sin límites, sin contrapesos y sin ética de la fuerza. Como en otros momentos de la historia, las regiones y los imperios vuelven a gobernar el mundo. Roma, en su tiempo, tuvo la inteligencia de construir un sistema legal que dio origen al orden social que subsistió por siglos; pero aquella época pasó, y hoy –de nuevo–, la ley ha sido desplazada por la fuerza.
En el tablero actual, árabes y judíos –en un conflicto tan viejo, aunque es falso que sea de siglos, como manipulado– se alinean con entusiasmo frente al único líder que, con cinismo y carisma, actúa como si fuera un emperador. Un hombre que cree poder gobernar el mundo con su rostro, sus ideas y, sobre todo, con sus cañones y que dentro de sus aspiraciones a corto y mediano plazo está el obtener el Premio Nobel de la Paz. Aunque en realidad, para el creador de The Apprentice, este premio no sería más que un capítulo y logro más en su ambición por gobernar el mundo.
Desde que los británicos diseñaron el mapa del Medio Oriente tras la caída del Imperio Otomano, asegurando su hegemonía petrolera y propiciando el nacimiento del Estado de Israel, el planeta ha vivido atrapado entre una realidad –el petróleo– y una ficción: la guerra perpetua entre árabes y judíos, con el pueblo palestino como eterno sacrificio que nadie quiere ni reclama.
Ahora está por verse si ese mismo líder impondrá también su versión de la “paz trumpiana” en Ucrania, con la colaboración y por encima de su amigo y admirado dirigente –aunque últimamente le esté fallando– Vladímir Putin. De lograrlo, el siguiente paso es claro: reconfigurar el tablero y acomodo europeo. Después de un millón de muertos y una Europa debilitada, parece claro que para el presidente ruso quedarse con Crimea o con Donbass ya no basta.
Putin necesita retirarse con la narrativa de que ha devuelto a Rusia su seguridad frente a la OTAN y que el país ya no corre peligro de ser invadido ni colonizado. Podrá intentarlo con drones, misiles y fuego, mientras Trump podría hacerlo con una sola reunión en Washington, ordenando a la OTAN retroceder 500 kilómetros de la frontera con Rusia y declarar terminado el conflicto.
Tony Blair comprendió en su tiempo que los dirigentes demócratas eran blandos y que la tibieza es mortal para el poder. Este nuevo ciclo lo confirma. En la política actual ya no existen los valores democráticos; los países entregan sus libertades y derechos a gobernantes que prometen fuerza y orden, y reclaman el fraude de la democracia como si fuera una estafa colectiva. Al final, los contrapesos, la separación de poderes y la idea misma de bienestar social aparecen hoy sobrepasados y fracasados.
Los pueblos ya no se movilizan para defender sus libertades, quizá porque la libertad –salvo raras excepciones– nunca cambió realmente sus vidas. Y así, el ser humano y los pueblos –con cabeza, estómago y corazón entrelazados– siguen movidos por lo mismo de siempre: el miedo y la ambición.
Comienza –o continúa– la era de la fuerza. La diferencia es que ahora no hay nada que se le oponga. La figura del “estadista”, del “líder”, del supuesto símbolo de la esperanza de las sociedades, ha desaparecido. Las imágenes de los apretones de manos sobre una tarima, como si fuera un altar, donde todos sus pares –suponiendo que tenga alguno; desde el primer ministro británico hasta presidente español– fue un espectáculo lamentable y deshonroso para los demás.
Aquella reverencia se acerca más a un Sieg Donald Trump –en recuerdo a la expresión alemana “Sieg Heil” de la época hitleriana y que se podría traducir como el saludo a la victoria– que a una expresión de respeto diplomático.
Posdata: la presidenta Sheinbaum no negó ni confirmó que 50 altos funcionarios de su gobierno –pero, sobre todo, de su régimen– hayan visto canceladas sus visas para viajar, ir de compras o divertirse a Estados Unidos. Tal vez sea un asunto personal entre las autoridades migratorias y los afectados, pero lo cierto es que representa un paso más en el estrangulamiento político de su administración. Los estadounidenses están cerrando las puertas a los suyos y eso le golpea donde más duele, en el orgullo. No se preocupen, poco a poco, día a día, iremos sabiendo quién ya no puede ir a Estados Unidos. Suponiendo, claro, que para los afectados eso sea una tragedia.