Año Cero

Israel, punto y aparte

Israel, país que históricamente ha sido símbolo de sufrimiento a raíz del genocidio, hoy enfrenta acusaciones –cada vez más frecuentes y extendidas– de estar cometiendo en Gaza aquello de lo que ha sufrido durante toda su existencia.

No hay un país como Israel. Siendo una de las naciones más pequeñas del planeta y con una de las poblaciones más reducidas, el pueblo judío ha vivido múltiples diásporas desde el inicio de la historia. Pero Israel es mucho más que eso, es la Tierra Prometida y el sitio al que, por siglos, millones de personas ansiaban llegar. Sin olvidar que, en muchos casos, eso implicó dejar su vida en el intento.

Todo el mundo sabe que se trata de un lugar singular. Todo el mundo sabe que el Antiguo Testamento comienza con la historia de la liberación del pueblo de Israel. Es Yahvé –y su declaración de “Yo soy el que soy”– quien envía a Moisés para liberar a su pueblo tras siglos de esclavitud en Egipto, donde su labor iba desde construir pirámides hasta casas y palacios para los faraones.

Israel también es un pueblo cuya historia está marcada no sólo por el sufrimiento y el dolor, sino por desafíos que han puesto a prueba los límites de la razón. Resulta imposible referirse al pueblo judío sin traer a la memoria eventos tan catastróficos como el Holocausto o las múltiples persecuciones e intentos de erradicación por parte de diferentes sociedades y líderes que han creído tener en su derecho eliminar a este grupo de personas que no han tenido mayor culpa que la de nacer siendo judíos. Pero lo que es necesario entender es que sin toda esta persecución, tragedia y odio, lo más seguro es que el Estado de Israel, tal como lo conocemos hoy, no habría existido.

Al ser elegido como pueblo divino, Israel recibió no sólo el privilegio, sino también la carga de enfrentar los más profundos dilemas internos: cómo ser el pueblo elegido y, al mismo tiempo, crear –de forma directa o indirecta– sus propios enemigos. A veces, se crean monstruos para destruir monstruos.

El 7 de octubre de 2023 comenzó una carrera de la que ya no hay retorno. Ese día fue el inicio de un camino con transformaciones profundas e irreversibles. Israel, país que históricamente ha sido símbolo de sufrimiento a raíz del genocidio, hoy enfrenta acusaciones –cada vez más frecuentes y extendidas– de estar cometiendo en Gaza aquello de lo que ha sufrido durante toda su existencia.

Es difícil mirar las imágenes: bombardeos incesantes, destrucción sistemática y muertes que ya casi ni se cuentan, como si hubieran dejado de importar. Sin embargo, es imposible olvidar a los niños israelíes asesinados con brutalidad durante la incursión de Hamás el 7 de octubre. No olvidemos que todo comenzó ese día.

No se trata sólo de sangre y fuego. Lo que está en juego es la destrucción de una construcción moral que sostenía a un pueblo que sobrevivió al Holocausto y que, por décadas, encontró en esa herida un elemento de apoyo en el juicio de su comportamiento moral.

A partir de aquí, lo que queda claro es que todo será más difícil para Israel.

Hoy, en pleno siglo XXI, bajo el temor global generado por la amenaza constante del armamento nuclear, Israel vuelve a colocarse en el centro del tablero geopolítico.

La gran pregunta que surge es si Israel sería capaz de usar primero el arma nuclear. La respuesta es sencilla: sí.

Lo que vivimos ahora es consecuencia directa de la creación artificial del mapa Balfour. A este respecto, no podemos dejar de lado el rol y papel que Inglaterra tuvo en el desenlace de toda esta problemática. Y no se trata sólo de la monarquía, los guardias ceremoniales o el pintoresquismo inglés. Los ingleses son los autores de uno de los diseños geopolíticos más retorcidos, complejos y cargados de consecuencias.

Desde principios del siglo XX, se asumió que el futuro dependería del control del petróleo. Fue Reino Unido el que, al sustituir el carbón por el petróleo como fuente de energía para su marina de guerra, marcó el inicio de un nuevo orden.

A partir de ahí, comenzaron a tejerse situaciones geopolíticas que permitieran a Inglaterra, incluso en su decadencia, conservar su influencia global. El acceso a los pozos petroleros y a las minas de carbón se convirtió en su principal herramienta de poder.

El mapa Balfour fue concebido como una estrategia para mantener ese dominio. Pero no fue Balfour, ni el imperio británico, quienes realmente le dieron a Israel el derecho a existir. Fue Adolf Hitler, a través del horror de los campos de exterminio.

Por su parte, los estadounidenses –esos primeros revolucionarios que se alzaron contra el impuesto al té y que luego consolidaron su independencia– tras la Primera Guerra Mundial entendieron –principalmente bajo el liderazgo de Franklin Delano Roosevelt– que, mientras el imperio británico siguiera siendo la potencia dominante, ellos no podrían ejercer plenamente su hegemonía.

En la actualidad, Israel se encuentra en el centro del conflicto: en guerra con Irán y con presencia e influencia en Líbano, Jordania y Siria. Esta situación representa, finalmente, el colapso del mapa de Balfour. Al mismo tiempo, plantea el dilema existencial de un pueblo complejo –que a pesar de haber sido el elegido por Dios– hoy se enfrenta a la posibilidad real del uso de armas nucleares como medida de supervivencia.

Entre todos los legados coloniales, el más problemático sigue siendo el mapa energético entre lo que se destaca la invención geopolítica de la península arábiga, el control del Golfo Pérsico y, como una herida aún abierta, la partición de India. Una división a la que, hasta su último aliento, Gandhi se opuso.

Los británicos, que sabían que Muhammad Ali Jinnah –líder de la Liga Musulmana y primer gobernador general de la Pakistán independiente– padecía cáncer y moriría pronto, nunca lo compartieron. Forzaron la separación de Pakistán e India sabiendo que lograrían dos objetivos: crear un conflicto permanente entre ambas naciones y, al mismo tiempo, hacerlas más manejables, aplicando directamente la filosofía de “divide y vencerás”.

En este punto, y viendo el nivel de escalación y tensión que ha alcanzado el mundo, es inútil repartir culpas.

La gran y urgente pregunta que hay que responder es: ¿puede Israel ser el primer país en usar una bomba nuclear sin desencadenar una catástrofe global? La respuesta es un rotundo, y contundente, no.

Si Israel dispara, Irán responderá. Y después de Irán, será Pakistán quien apriete el gatillo. Rusia se verá obligada a intervenir. Luego vendrán otros actores, como India, Estados Unidos o incluso potencias con reservas ocultas. Y después… un huracán nuclear que pondrá en peligro la subsistencia global.

La cuestión fundamental es si Israel puede sobrevivir a este momento. La única forma de comprender si sería capaz de usar primero el arma nuclear es entender que, para Israel, el dilema es existencial: desaparecer completamente del mapa o ejercer todo su poderío militar, humano y estratégico para conservar el control del territorio que hoy abarca. Aunque pequeño en tamaño, no hay que olvidar que Israel es una potencia militar.

En un escenario ideal, el mundo árabe debería ser gobernado desde una perspectiva de equilibrio, superando el problema chiita y dejando el control a los sunitas y a Arabia Saudita. Pero eso no es lo que está pasando.

¿Puede el mundo sobrevivir sin Israel?

No tenemos experiencia ni precedentes para saberlo. Pero lo que sí sabemos es que el mundo, de pronto, se ha vuelto mucho más complejo, y que los centros de poder se han desplazado a regiones que, aunque fueron diseñadas desde el principio por las potencias coloniales, nunca imaginamos que llegarían a protagonizar el drama central del siglo XXI.

Hoy, China y Estados Unidos son los únicos imperios visibles. Pero también es indispensable reconocer el papel que juega Rusia, y asumir que India se perfila como una potencia en ascenso.

Y en medio de todo esto, en medio del pulso por el control de ocho mil millones de seres humanos, el punto de tensión global se encuentra en un pequeño país llamado Israel.

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