Año Cero

Limpiar la mesa

Que una votación promovida desde el régimen y con todos los recursos que se destinaron para hacerla realidad haya alcanzado un porcentaje de participación ciudadana de entre 12 y 13 por ciento no tiene otra interpretación más que la del completo y absoluto fracaso.

Las teorías nunca han servido de mucho ni han resuelto nada. Siempre habrá argumentos en contra, a favor o posturas que especulen sobre las razones y justificaciones de lo sucedido. Sin embargo, sólo los datos –los verdaderos– y la información, la interpretación y los efectos pueden dar un panorama certero y compatible con la realidad.

Dicho esto, lo cierto es que una modificación constitucional de primer orden –cocinada en los últimos días del mandato de Andrés Manuel López Obrador– fue planeada, impulsada, financiada y, en términos numéricos, fracasó. Que una votación promovida desde el régimen y con todos los recursos que se destinaron para hacerla realidad haya alcanzado un porcentaje de participación ciudadana de entre 12 y 13 por ciento no tiene otra interpretación más que la del completo y absoluto fracaso. Orquestar teorías o suposiciones es una pérdida de tiempo, pero, para quien aún quiera perder su tiempo discutiendo si los ministros propuestos eran los que deseaba López Obrador y la ‘4T’, la respuesta es simple: lo eran.

Quien quiera seguir teorizando sobre las posibilidades de consolidación de este movimiento debe tener claro que, especialmente en la fusión entre el populismo mesiánico de uno y la articulación política de otra, la gran víctima colateral ha sido una verdad irrefutable: los mesianismos no se heredan, y México nunca ha sido terreno fértil para la construcción ni la permanencia de un partido único.

Para comprobarlo, basta con repasar nuestra historia. Quien diseñó la transformación del Partido Nacional Revolucionario al PRI tenía muy presente que, aunque se concentrara el poder –siguiendo la tradición del tlatoani–, existían elementos sociales que era necesario respetar para evitar la explosión.

El control siempre existió, pero también se abrieron válvulas de escape para el descontento social, permitiendo que el sistema alcanzara la categoría que Vargas Llosa definió como “la dictadura perfecta”.

¿Es posible, en pleno siglo XXI, gobernar México desde un partido único?

El primer test de este nuevo escenario –en un país sin oposición, con la estructura política aniquilada y sin un canal efectivo para expresar la diversidad frente al poder– ha demostrado que no hay eficiencia, ni capacidad de transmisión, ni mucho menos control político suficiente para movilizar a las masas, tal y como lo esperaba el creador del movimiento.

Ese respaldo buscado, que pretendía cerrar con broche de oro el sexenio, destruyendo al Poder Judicial y convirtiendo a México en el único país del mundo que elegirá por voto directo a todos sus jueces, simplemente no llegó.

Tal vez, en esta era de redes sociales, en medio del pulso de TikTok e Instagram, alguien crea que un juez puede hacer campaña, conseguir financiamiento, apoyo, votos… y luego, al juzgar con toga o sin ella, olvidarlo todo y convertirse en un buen juez.

Pero, como decía Breton: México no es un país surrealista. Es el país donde se inventó el surrealismo.

Una y otra vez sacrificamos la condición humana a los caprichos coyunturales de la historia y a realidades que, por lo general, son utópicas e imposibles.

Sea como sea, lo importante ahora es saber si, desde el punto de vista formal, se cumplió siquiera con el mínimo necesario para imponer y hacer válida la reforma judicial. Lo que sí es un hecho es que, al día de hoy, no tenemos propuestas alternativas ni caminos paralelos.

Por mucho que nos horrorice pensar lo que podría suceder al sustituir las togas por los trajes ceremoniales de las comunidades indígenas, sólo queda esperar que, al menos por instinto de supervivencia e inteligencia, quienes resultaron electos –o no– el pasado 1 de junio, logren poner en marcha un sistema que ya nace disminuido y significativamente vulnerable.

Hecho: la reforma al Poder Judicial no obtuvo respaldo popular. Lo que ha sembrado, dentro y fuera del país, es una profunda inquietud e incertidumbre, y ha alimentado la pregunta: ¿qué garantías jurídicas nos quedan en cuanto a derechos, libertades e inversiones a partir de aquí?

Nadie puede asegurar, ni siquiera el recién creado Tribunal de Disciplina Judicial, que los intereses, pactos, financiamientos o arreglos que hayan sobrevivido a cada campaña electoral –más allá del respaldo del partido gobernante– no vayan a contaminar el sistema judicial. Hasta el momento no existe ningún tipo de garantía que nos permita aspirar a tener un sistema jurídico que, idealmente, sea confiable, equilibrado y permita ser un país donde la justicia sea sinónimo de responsabilidad y correcta aplicación, y no un anhelo más.

El camino por recorrer es muy largo y apenas comienza. Tal vez por eso, este es el momento en que quien realmente controla –desde Washington– el termómetro de la situación mexicana haya decidido venir.

Se trata de alguien con una agenda cerrada, dispuesto a revisar todos los frentes y el estado real de las cosas tras la batalla. Se trata de un político que fue embajador en México y que, además, conoce a fondo el corazón del trumpismo y del Departamento de Estado. Estoy hablando de Christopher Landau, hoy subsecretario de Estado para el Hemisferio Occidental de Estados Unidos, un político que, más allá de amar nuestra gastronomía, colores y música, fue una pieza fundamental en la detención del general Cienfuegos.

Landau es el hombre a cargo y quien definirá las líneas de acción que no sólo conciernen al narcotráfico, sino a las redes criminales que ya recibieron la etiqueta legal y política de ser organizaciones terroristas.

En los próximos meses veremos hasta dónde llegarán las revocaciones de visas, a quién afectarán y cómo responderá la clase política. Porque no se trata ya de no poder ir de compras a Miami. Se trata de quedar marcados, impedidos de pisar Estados Unidos por vínculos reales o sospechados con el narcotráfico.

Estamos ante un nuevo tiempo. Uno donde la presidenta debe hacer sus cuentas, calcular qué le queda, cómo queda y con qué herramientas podrá ejercer el cambio y el gobierno que prometió. Es un momento clave en el que tendrá que definir entre seguir mostrando su lealtad al expresidente López Obrador u optar por un camino de eficiencia y de independencia. Y es que todo esto va mucho más allá de la clase de jueces que tengamos –o no tengamos– a partir de aquí.

Este es un momento de definiciones. Un momento que, sin pretenderlo, ha puesto a cada quien frente a los límites de su papel.

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