Los verdaderos revolucionarios son consecuentes hasta el final. Y es que, al final, ni los datos ni la realidad importan. Lo que importa es la fe que mueve montañas y que está en sus manos; esa certeza absoluta de saber, mejor que nadie, qué nos conviene, qué nos hará bien y qué nos colocará —de una vez por todas— en el camino de la redención.
Ayer, Andrés Manuel López Obrador protagonizó el primer milagro de su último y más importante acto de revolución. Una revolución que él encabeza y, aunque no sepamos con precisión desde cuándo, sí sabemos dónde empezó todo: en Macuspana, Tabasco. No está en Cuba ni necesita esconderse en el estacionamiento de la Secretaría de Gobernación para ver a la presidenta. Aunque en realidad, sea esto cierto o no, jamás tendremos forma de comprobarlo.
La historia oficial dice que ayer, a las 9:51 de la mañana, se presentó en su casilla y votó. No solo le marcaron el dedo con tinta indeleble —la prueba simbólica de un derecho en peligro de extinción—, sino que a esa hora seguía siendo, como hasta ahora, el máximo activo de la 4T. Una figura capaz de movilizar a los suyos, de recordarles que no importa lo que no entiendan ni lo que no les cuadre, que para eso está él. Para aparecer en el momento justo. Lo que pase después poco importa. Lo esencial es que lo que él prescribió como lo mejor para todos… debe cumplirse, empezando por él.
Todo lo demás sigue siendo un gigantesco desafío. ¿Es posible nombrar a los jueces por votación popular? En la historia del mundo, ni siquiera el Imperio Romano lo logró. Pero, tal vez, tras el milagro del Tren Maya, de Dos Bocas y de todas las alucinaciones que encarnó el presidente López Obrador —alma, soporte, movilizador y prueba viviente de la verdad suprema—, la revolución de los jueces no terminará como las otras grandes obras insignes de la 4T y ésta sí obtenga los resultados deseados, aunque sean para quienes la promovieron.
La gran pregunta —ahora que ya sabemos o tenemos una estimación cercana sobre cuánta gente votó— no es algo que deba responderse a la ligera. La gran cuestión es: ¿existe la suficiente disposición para hacer las cosas solo porque él lo dice? Sin duda alguna, en un mundo donde sobran las palabras para la guerra, no deja de ser profundamente revelador lo que, a estas alturas, pueda estar pensando nuestra presidenta.
El pasado 28 de mayo, mientras que en Estados Unidos se consolidaban los aranceles como un impuesto sobre los pueblos que trabajan para sostener lo que fue el mayor imperio sobre la tierra —no solo dueño de la Coca-Cola, el dólar y la revolución tecnológica, sino también decidido a no ceder su supremacía bajo ningún concepto—, el nuevo canciller alemán, Friedrich Merz, hizo una declaración que, con el tiempo, será recordada como un punto de no retorno.
Merz anunció que Alemania levantaba todas las restricciones sobre el uso de armas suministradas a Ucrania, permitiendo que Kiev ataque objetivos militares en territorio ruso. En sus propias palabras: “Continuaremos con nuestro apoyo militar y lo ampliaremos para que Ucrania pueda seguir defendiéndose ahora y en el futuro contra esta agresión rusa”. Según sus palabras, esta decisión también refleja el sentir de Inglaterra, Estados Unidos y Francia, anunciando que se trata del inicio de “una nueva forma de cooperación militar e industrial” entre los países mencionados. Además, anunció el fin de la época de permitir el uso de misiles de medio y largo alcance por parte de Rusia sin penalización, desaprobación ni intervención por parte de los aliados occidentales.
A partir de esa declaración y del permiso otorgado para que Zelenski —otro personaje curioso y, me temo, desafortunado de la historia moderna— pueda utilizar misiles europeos y estadounidenses contra Rusia, se ha entregado una carta blanca, una tarjeta sin límite, para que Rusia desencadene no solo ofensivas sobre Ucrania, sino que, cada vez que un misil de esos países impacte en su territorio, Rusia estará técnicamente en guerra con Alemania, Francia, Inglaterra o Estados Unidos. Más que una declaración, es una demostración de apoyo y una prueba directamente dirigida a Putin, quien tendrá que elegir cuidadosamente sus próximos movimientos.
Siempre hemos sabido que donde hay industria bélica, hay guerra. Y siempre hemos sabido que la industria de la guerra necesita consumo, mucho consumo. Y las cifras son estremecedoras. Hace poco más de un año, el 23 de abril, el Senado estadounidense aprobó un paquete de ayuda económica destinado a Israel y a Ucrania de 95 mil millones de dólares… más todo lo que se pueda llegar a acumular en dos conflictos que siguen sin tener una muestra clara de que estén por llegar a su fin. Técnicamente, haría falta la fusión de todo el talento judío en el cine, las finanzas, los crímenes, en todas partes, para poder devolver una inversión de esa magnitud. Y por parte de los ucranianos, ni se diga, la entrega de parte de la explotación de las tierras raras es sólo una parte de la gran deuda adquirida a cambio de armas y protección.
Es decir, por donde se mire, mientras contamos uno a uno los votos del acordeón en un país de un partido único y mientras entramos en una etapa de la cual no sabremos cuándo ni cómo saldremos, el mundo cierra filas, toma su fusil y se prepara para el escenario que vendrá.
En cualquier lugar y en cualquier momento puede suceder que un misil caiga donde no debe y que ese sea el pretexto que realmente pueda usar la Rusia de Putin y sus aliados para, ya llegados a este punto, dar dos pasos más y tener una fiesta general. Siempre pensamos que 1945 había sido el final. Siempre supimos que, en siete millones de años, lo que menos ha cambiado es la condición humana. Era solo cuestión de tiempo para que la historia se repitiera. Se repite, aunque el único —y muy importante— cambio es que actualmente existen métodos de destrucción masiva capaces de desaparecernos a todos en un abrir y cerrar de ojos.
Mientras tanto, seguimos contando los votos, uno a uno. Hemos de suponer que los que fueron a votar se aseguraron, por lo menos, tanto de verificar que su dedo gordo se rellenara correctamente con la tinta indeleble tras emitir su voto, pero, sobre todo, que también se aseguraron de que la votación estuviera debidamente vigilada y bajo las respectivas condiciones legales para llevarla a cabo.
Ya que, como decía Stalin, “no importa cómo se vota ni quién vota ni dónde ni a quién. Lo importante es quién cuenta los votos”. Lo digo porque en este momento sabemos que no hay ninguna diferencia entre el INE, el Estado, el gobierno y el partido. Al final son ellos quienes harán toda la diferencia.
A partir de aquí, lo que pase como consecuencia de la votación es una incógnita. Aunque se trata de una incógnita que no admite mucha esperanza. Espero que con el tiempo se pueda comprobar que era necesario hacer este cambio y que los resultados den buenos frutos. Sin embargo, a corto plazo, se vislumbra un panorama de nubes cargadas de tormentas, rayos y truenos.
Mientras tanto, el país debe acostumbrarse al hecho de ser gobernado y regido por un partido único. No es de extrañar que, así como los nazis colocaron la cruz gamada en las togas de los jueces, más pronto que tarde, el color de los uniformes se cambie y todo sea color guinda.