Año Cero

El voto del suicidio

Si todo sale bien, tardaremos años para poder volver a tener un Poder Judicial confiable.

La vida se sostiene sobre una construcción sistémica y ordenada; sin embargo, los seres humanos, envueltos en nuestra complejidad emocional, tendemos a confundirnos, a equivocarnos, a huir o a disfrazar nuestros miedos. Y, con frecuencia, ignoramos que “quien a hierro mata, a hierro muere”.

Hace unos años, en 1978, leí una frase en el Ministerio de Sanidad alemán que se quedó grabada en mi memoria: “Se muere como se vive”. Es como si quisieran recordarnos que cada acción traza la ruta de nuestro destino y cierra, irremediablemente, ciertos caminos.

No existe hecatombe ni terremoto sin que alguien, en algún lugar, pudiera registrar sus señales y prever el desastre. Todo acto conlleva un costo, promete beneficios y trae consigo riesgos. Evadir conscientemente esos riesgos no hace sino sembrar tragedias más profundas que las propias sacudidas naturales de la existencia se encargan, tarde o temprano, de recordarnos nuestra mortalidad. El paciente que niega sus síntomas termina padeciendo los males de la enfermedad, que muchas veces acaba siendo mortal.

En estos días, mi mente ha girado en torno al concepto del fin. Se habla mucho sobre la llegada al ocaso de muchas cosas. Pero ¿ante el fin de qué estamos? ¿De la vida? ¿De un sistema político que parecía inquebrantable, de un partido que llegó a definir una era, de una presidencia cuya legitimidad se debatía en las urnas?

México ha llegado a un punto crucial de su historia como país y democracia. El próximo primero de junio cerraremos un capítulo histórico que se abrió con visión y entusiasmo y que en su momento supuso el inicio de la transición democrática. Una época y cambio que estuvo marcado por casi 70 años del dominio de un régimen que, en silencio y sin violencia, cedió el paso a un nuevo modelo político tras la victoria de Vicente Fox el 2 de julio del año 2000. Ese logro auguraba un devenir prometedor; sin embargo, las últimas dos décadas han demostrado que todo quedó en sueños y esperanzas. En México casi todo queda en eso… en promesas, esperanzas y sueños.

El balance de los últimos años y de estas generaciones es contundente: no hemos cumplido. No hemos entregado buenos resultados y nuestros hijos tienen todo el derecho del mundo de exigirnos cuentas y responsabilidades. Y justo ahora, en el umbral de una reforma profunda al reparto de poderes del país, mientras surge un mecanismo de participación que trasciende la mera retórica de la “hiperdemocracia”, surge, paradójicamente, la oportunidad de minar el equilibrio de los poderes, de ese tercer pilar que, aunque imperfecto, había sostenido la estabilidad y el Estado de derecho.

Para poder atender una problemática o hacer frente a una situación, es indispensable nombrarla y tratarla por su nombre. Dicho esto, es casi un hecho que estamos viviendo las últimas horas del Poder Judicial y del equilibrio de poderes en México.

En el pasado, cuando las decisiones de los jueces y magistrados parecieran arbitrarias o ajenas a la voluntad popular, se dirigía el talento colectivo para ejecutar las directrices establecidas. Hoy, al cuestionar la autonomía judicial, corremos el riesgo de romper ese contrato social.

Generalmente, la destrucción de un sistema no se gesta con grandes revoluciones, sino con pequeñas concesiones disfrazadas de progreso. Al poner en duda la separación de poderes mediante falacias electorales, no sólo socavamos la confianza interna; también enviamos al mundo la señal de que somos terreno movedizo, incapaz de garantizar justicia o cumplir acuerdos. Un país sin certezas jurídicas no es hogar de comercio ni de inversiones. Una nación sin un Poder Judicial fiable está condenada al desastre total y donde es imposible garantizar el respeto y el correcto cumplimiento de la ley.

Dicen que existe el derecho al suicidio y que muchos países han regulado la eutanasia. Quizá sea cierto que, al final, quien se decide a morir encontrará la manera de hacerlo. Pero lo cierto es que –salvo que uno se haya convertido en un cristiano radical y que crea que verdaderamente lo mejor aún está por venir– el ser humano comúnmente acostumbra a repasar, hasta su último aliento, su desembarco en la otra vida.

La elección del sistema judicial es el pretexto perfecto para que, antes de que acabe el año, se plantee la revisión del T-MEC. Todos sabemos que sin garantías jurídicas no puede haber acuerdos comerciales. Porque, si no queda claro –salvo sus pistolas– ¿quién va a defender y quién va a restaurar los derechos de nuestros socios comerciales e inversionistas? ¿Con qué cara o qué mentira les diremos para darles la seguridad y certeza que merecen?

Me consta y puedo afirmar que –de haber tenido elección– hasta la propia presidenta hubiera deseado que las cosas hubieran sido diferentes. Pero también sé que soy parte de un pueblo que, cuando tiene un gobernante que sabe imponerse –para bien o mal, pero que sabe imponerse– al momento en que ese o esa líder dice algo, automáticamente los cerebros se ponen a buscar la forma para complacerla y no en cómo evitar que –llevado por su ignorancia, su incapacidad o simplemente su maldad– nos conduzca a la destrucción total.

Votaremos.

Si todo sale bien, tardaremos años para poder volver a tener un Poder Judicial confiable.

Y si todo sale mal, será el pretexto perfecto para volver a empezar desde cero. Es decir, desde el hecho de aceptar que hemos perdido toda nuestra credibilidad, estabilidad, legalidad y sentido de orden. Un país que tendrá que ser reconstruido desde abajo pero que aún seguimos sin saber a qué costo o si en realidad, llegado el momento, seremos capaces de hacerlo.

A estas alturas, muchos de los compañeros políticos de la presidenta Sheinbaum ya han podido comprobar que, si hubiera existido otra forma de hacer las cosas, sin duda ella la habría tomado. Pero el modelo que acompañará a la elección de este domingo no es suyo ni le pertenece, es un modelo heredado, marcado por los métodos, las formas, odios y los rencores de otro liderazgo. Ella lo asume –supongo– convencida de que con ello el país puede ganar algo, a pesar de la forma en la que esta reforma será implementada.

COLUMNAS ANTERIORES

Camino de Yalta
El papa TikTok

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.