En sus 100 años de vida y en toda su carrera como gurú político, Henry Kissinger siempre argumentó que a los rusos no se les debía provocar ni ponerlos en una situación en la que se pudieran sentir amenazados.
En política existen las causas y las casualidades y ambas son de naturaleza muy distinta. El inicio de la guerra de Ucrania es coincidente con un hecho causal que fue el intento de modificar la Constitución ucraniana por parte de Zelenski con el objetivo de convertir a Ucrania en un país que fuera miembro de la OTAN. Claramente, esto es algo que Moscú nunca lo toleraría.
Ni Chamberlain ni el primer ministro francés Daladier son personajes que hoy tengan comparativos. Sin embargo, probablemente para la desgracia del mundo, Vladímir Putin sí tiene un personaje con el que se le puede comparar y asemejar, que precisamente es esa extraña figura emergida de las entrañas más conservadoras de la América profunda representada por Donald Trump.
El 30 de septiembre de 1938 se firmaron los “Acuerdos de Múnich”. Un documento firmado por Neville Chamberlain, Benito Mussolini, Édouard Daladier y Adolf Hitler que permitió a Hitler anexionarse los Sudetes, territorio de Checoslovaquia, con el consentimiento de Reino Unido y Francia, que buscaban evitar la guerra mediante una política de apaciguamiento.
Tras su firma, cada líder recogió su propia interpretación de lo pactado. Por una parte, Chamberlain regresó a Londres con un papel en la mano y una frase optimista: “Creo que este documento significa la paz para nuestro tiempo”. Por otra parte, Mussolini presentó la firma de este documento como un éxito diplomático, reforzando su imagen como mediador y fortaleciendo su alianza con Hitler. Daladier, aunque aceptó el pacto con escepticismo, fue recibido con entusiasmo en Francia. Y, por último, Hitler aseguraba que, una vez resuelta la cuestión de los Sudetes, no tendría más aspiraciones territoriales. Sin embargo, en el ambiente ya se intuía que solo se estaba posponiendo un conflicto inevitable y la historia demostraría lo poco que valía la palabra del líder alemán.
Francia e Inglaterra llevaban meses intentando negociar un acuerdo con la Unión Soviética. Sabían que, sin la colaboración de Stalin, la posibilidad de enfrentarse a Hitler sería un desafío aún mayor. Sin embargo, la desconfianza hacia el régimen soviético los paralizó. No lograban decidir qué era más peligroso: firmar un tratado defensivo con los soviéticos o arriesgarse a una guerra en dos frentes, uno contra Alemania y otro, eventualmente, contra la Unión Soviética.
Sin embargo, Hitler y Stalin, ambos pragmáticos hasta la médula, no tenían esos dilemas morales. No importaba que sus ideologías fueran opuestas ni que sus regímenes se despreciaran mutuamente; lo único que les importaba eran sus propios intereses y cómo satisfacer sus ambiciones o propósitos. Ninguno de los dos quería pelear en dos frentes al mismo tiempo. Así que, en un ejercicio de realismo puro, decidieron apartar sus diferencias y firmar un pacto.
El 23 de agosto de 1939 fue un parteaguas y marcó un punto de inflexión en la historia mundial. Aquel fue el momento en que las certezas se desplomaron y el destino de Europa quedó sellado por un pacto de conveniencia entre dos de los líderes más despiadados del siglo XX.
Ese día, los ministros de Asuntos Exteriores de Alemania y la URSS, Joachim von Ribbentrop y Viacheslav Molotov, anunciaron al mundo el acuerdo: un pacto de no agresión que, en la práctica, era mucho más que eso. Hitler y Stalin no solo se prometían no atacarse entre sí, sino que también habían acordado repartirse Europa del Este. Alemania controlaría Polonia Occidental y Lituania y Rusia tomaría Polonia Oriental, Estonia, Letonia, Finlandia y Besarabia (hoy Moldavia).
El error de cálculo de Francia e Inglaterra fue letal. No haber cerrado un acuerdo con Stalin dejó el camino libre para la expansión nazi y, de manera indirecta, también la soviética. Pero incluso si hubieran logrado atraer al líder ruso a su bando, nada garantizaba que Joseph Stalin no hubiera negociado simultáneamente con Hitler.
La política no exige coherencia, solo inteligencia: saber cuándo y cómo escalar los conflictos de acuerdo con la conveniencia y la capacidad de cada jugador.
Hoy, al escuchar a Donald Trump calificar a Volodímir Zelenski como un “cómico mediocre”, resulta imposible no recordar las lecciones de aquel pacto entre alemanes y soviéticos. No porque Trump sea Hitler ni porque Putin sea Stalin, sino porque, una vez más, el pragmatismo político se impone ante cualquier otra consideración.
Después de miles de millones de dólares invertidos en defensa y miles de vidas perdidas en Ucrania, la historia parece encaminarse hacia una conclusión similar. Es decir, que al final poco importan las intenciones y que son las voluntades de los hombres y líderes fuertes las que generalmente acaban imponiendo la agenda y determinando el curso de la historia.
No obstante, hay que tener en cuenta una diferencia clave: no vivimos en 1939. El mundo ya vivió no solo una, sino dos guerras mundiales que costaron millones de vidas.
Creíamos haber construido un orden basado en alianzas como la Unión Europea, la Organización de Naciones Unidas, más adelante la creación de la OTAN y un sistema que distinguía entre democracias y regímenes autoritarios. Sin embargo, nos equivocamos al pensar que eso sería suficiente.
En medio de todo el desastre creado, hay que tener en cuenta el hecho de que el conflicto entre Rusia y Ucrania no es algo nuevo. Es una disputa histórica con raíces profundas. Ucrania siempre ha sido un territorio codiciado y deseado por los rusos. Durante la Segunda Guerra Mundial, desempeñó un papel crucial en la resistencia soviética frente a la invasión alemana. Pero hoy, con la memoria de aquellos eventos aún presente, se asumía que Ucrania, al alinearse con las democracias occidentales, contaría con el respaldo inquebrantable de sus aliados, aunque no fuera miembro de la OTAN.
No conforme con descalificar la carrera política del presidente ucraniano —que no hay que olvidar que efectivamente se trata de un personaje que pasó de ser comediante a liderar su país— Trump también catalogó a Zelenski como un dictador incapaz de resolver la guerra de su país, reprochándole no haber celebrado elecciones democráticas y cuestionando su liderazgo. Sobre esto, creo que efectivamente no se puede decir que Zelenski goce de una carrera política impecable, pero resistir la embestida de Rusia debería, al menos, otorgarle cierto respeto.
A Donald Trump siempre le han fascinado los líderes fuertes, aquellos que, como él, proyectan una imagen de poder sin fisuras y se mantienen sólidos ante sus posturas. Su predilección por Vladímir Putin no es un secreto. No es la primera vez que lo demuestra, ni será la última. Sin embargo, lo que ahora cambia el juego es que la nueva postura del presidente estadounidense —y, en consecuencia, también la del mundo occidental— coloca a Ucrania en una posición vulnerable.
Dejar a la Unión Europea, pero, sobre todo, a Ucrania —que no hay que olvidar el hecho de que se trata de un país que no provocó la guerra, sino que sufrió de la invasión más directa por parte de los rusos— fuera de la mesa de negociación manda mensajes claros.
Por una parte, se ha logrado convertir a Zelenski de una víctima de las circunstancias y símbolo de resiliencia a un presidente superado por su incapacidad de resolver el conflicto y de liderar su país. Por otra parte, como ya mencionó el vicepresidente J.D. Vance, de manera indirecta se le dijo a Europa que para poder estar en la mesa primero tenía que centrarse en sus propias capacidades e independencia estratégica y definir de una vez por todas quién y cómo manda en el continente. Muchas voces, que además son incapaces de crear un consenso fuerte y consolidado, no han hecho más que crear más confusión.
Viendo la cercanía que se está fortaleciendo entre la Rusia de Putin y los Estados Unidos de Trump, no es que estemos ante un nuevo pacto de no agresión como en su tiempo lo gestionaron Hitler y Stalin. Pero lo que sí estamos presenciando es el fin de una era.
Tras tantos muertos y tanta miseria provocada, tanto en Rusia como en Ucrania, queda una pregunta inevitable e imposible de obviar: ¿y todo para qué?