Año Cero

El cambio sin final

La ceremonia conmemorativa del vigésimo aniversario del 11 de septiembre fue un evento muy triste.

La ceremonia conmemorativa del vigésimo aniversario del 11 de septiembre fue un evento muy triste. No sólo por lo que evocaba, por el recuerdo del dolor, por la memoria traicionera o por las condiciones en las que se llevó a cabo, sino porque, además de todo esto, la conmemoración se hizo en medio de una guerra perdida. Cuando hoy uno observa el mundo se da cuenta de la velocidad y de la dinámica de los cambios que parecen no tener final. A pesar de que se me podrá decir que siempre fue así, la diferencia radica en el hecho de que antes no contábamos con un notario en forma de dispositivo electrónico que contabilizara –momento a momento, emoción a emoción y destrozo a destrozo– todo lo que iba pasando en nuestro entorno y en el resto del mundo.

En la actualidad y, sobre todas las cosas, Estados Unidos está solo. El poco prestigio que Donald Trump les dejó tras su postura y manera de manejar su política internacional –tanto en el ámbito diplomático como militar– se evaporó en manos del equipo brillante que rodea al presidente Biden. Ahora da igual si Biden lo quería o no, ya que lo que es cierto es que al final él será el pagano de una de las mayores catástrofes modernas en la historia corta, pero intensa, de la vida de ese país. En un país en el que todo lo que sucede afecta al mundo entero. Antes a los estadounidenses no se les quería en muchos sitios. En otros países, eran el ejemplo a seguir. Eran quienes mantenían vivo el ejemplo y enseñanzas de Montesquieu. Pero lo más importante es que antes, sobre todas las cosas, en todo sitio se les temía. Ahora se les sigue sin querer en muchos sitios y esa falta de cariño les ha inundado por dentro como el virus del cainismo, mismo que supone otro tipo de pandemia. Además, ahora a los estadounidenses en muchos sitios ya no los quieren pero, sobre todo, no les temen.

Nunca pensé que llegaría a ver los elementos de destrucción de un partido contra otro partido. Todavía recuerdo cuando en la década de los 80 se podían pelear los republicanos y los demócratas, pero que, al final, formar parte del entramado político y social estadounidense hacía que estas peleas tuvieran límites. Es difícil precisar dónde y cuándo empezó este canibalismo entre ellos. Hay quien lo sitúa en el día en el que el Contrato por América de Newt Gingrich le quitó la mayoría en la Cámara de Representantes a Bill Clinton y comenzó a hacer viva la imagen de que los republicanos eran un partido excluyente y que no buscaba la cooperación. Desde ahí se forjó su imagen como una especie de enemigo en el que se reverdecen los peores modos y formas de la Guerra Civil estadounidense.

Qué difícil era imaginar que mientras pasaba lo que pasaba en la Casa Blanca con Monica Lewinsky y el presidente Clinton, Estados Unidos iba descendiendo al noveno infierno. Por un lado, estaba el fracaso de los servicios de inteligencia y defensa, que sólo puede ser superado por el reciente fracaso de éstos. Y, por otra parte, estaba el surgimiento del cainismo entre los dos partidos. A partir de entonces no es que los partidos compitieran, sino que luchaban por destrozarse.

Lo que pasó en el Capitolio el pasado 6 de enero puede ser sólo la manera de anunciar un nuevo sistema y una nueva forma de hacer política que consiste en discrepar y rechazarse hasta el final. ¿Y los demás? Los demás miramos, los demás también tenemos nuestros problemas y los demás también estamos sometidos en esta era en la que ahora mismo el problema no es sobre quién tiene más cabezas nucleares ni sobre quién es quien manda. El problema está en la falta de iniciativa, de soluciones y herramientas que permitan asegurar el desarrollo del mundo.

(Fotoarte de Esmeralda Ordaz)

Estamos asistiendo a una transformación de tal nivel que hay países que incluso han conseguido que sus fuerzas del mal, que los territorios que antes ocupaba el llamado crimen organizado, fueran evolucionando –no sólo sobre la base de vencerlo–, sino que han logrado tal poder de transformación que han sido capaces de ganar elecciones. No sé hasta qué punto se puede actuar con libertad cuando tienes un rifle kalashnikov apuntándote, pero lo cierto es que las elecciones celebradas este año en muchos estados de México dieron algo que los cárteles de la droga o el sindicato del crimen no tenían, que fue la experiencia democrática. No sabemos exactamente hasta dónde llegará esta expansión en involucramiento en la vida nacional, pero lo que es más preocupante es saber quién mantendrá la legalidad a partir de aquí y qué es lo que significará esa supuesta legalidad.

Por lo anterior y otras razones, fue tan importante el diálogo que se celebró en Washington el pasado 9 de septiembre. Una reunión en la que, por primera vez desde 2016, se reunieron los actores económicos más relevantes de Estados Unidos y México con el objetivo de fomentar el desarrollo y el crecimiento económico mutuos. El Diálogo Económico de Alto Nivel tuvo, por una parte, a México exponiendo sus sueños, sus poesías, sus programas de desarrollo económico para Centroamérica y para el sur del país. Programas que, de ser exitosos, podrían evitar el abandono de los sueños y los hogares, logrando que los centroamericanos permanezcan en su país de origen y de esta manera también mitigar la grave crisis migratoria existente. Por la otra parte, se encontró a un Estados Unidos consternado por temas relacionados con una de sus principales prioridades, que es la seguridad y su preservación territorial. Esto incluye todo lo relacionado, es decir, la ciberseguridad, ciberterrorismo, el alineamiento de todos los nuevos procedimientos de control y no sólo destinar recursos militares para impedir que los centroamericanos y de demás nacionalidades sigan cruzando por el río Bravo, sino además cumplir con el objetivo que es contar con un plan de inteligencia global que permita la defensa. Eso sí, todo bajo el entendimiento de que quien decide qué es lo defendible son los estadounidenses.

Nos pillaron con el paso cambiado. La reunión no sólo era discutir los incumplimientos o los choques que hay en la manera de entender el TMEC, sino que además se trataba de evidenciar y poner sobre la mesa el hecho de que se había terminado el debate de los números y que ahora se pasaría a hablar en términos de drones. A partir de ahora se iban a enfocar en saber todo y controlar lo más posible los accesos y los intercambios entre ambos países. A medida que vamos levantando la muralla de la incomprensión, a medida que nos vamos colocando más de espalda, los problemas siguen creciendo y siguen necesitando soluciones.

Los cambios pueden ser para bien, aunque para lograrlo es necesario trabajar y poner las herramientas necesarias. De momento, nuestros vecinos y socios no tienen tiempo para elaborar nuevas estructuras políticas, aunque tal vez lo deberían hacer. En estos momentos sólo tienen tiempo para saber que han perdido la única guerra que no podían perder y que ahora los golpes y los ataques pueden venir de muchas maneras. Pueden presentarse en forma de coalición, de estructura de grandes oleadas de migración o incluso en algún tipo de representación terrorista.

El lenguaje es el dominio total de las comunicaciones. Por eso, cada día que pasa, la relación con China tiene cada vez más importancia. La tiene porque Estados Unidos está buscando conseguir que no haya nadie capaz de competir ni de cerca ni de lejos con la reserva de lo que es considerar su territorio y perímetro de seguridad natural. Los demás, por mucho que tengan mucho qué ofrecer, siempre y cuando no sumen a su seguridad, podrán llegar incluso a ser considerados como enemigos y todo lo que ello conlleva.

En medio de la pelea estratégica de defensa y poder entre China y Estados Unidos, el 5G y todo lo relacionado con éste pareciera que ha pasado a mejor vida. Primero, porque no existe un orden ni un sistema que sea capaz de incorporar los distintos campos para que esa tecnología funcione. Y segundo, porque ya metidos en el mundo en el que estamos, es mejor llegar a ver cuáles son las posibilidades tecnológicas para que verdaderamente encontremos una manera compatible de tener tanta información, tanta creatividad tecnológica y, al mismo tiempo, ocuparnos de eso que forma parte de la Declaración de Independencia de los Estados Unidos de América y que se llama la “búsqueda de la felicidad, de la vida y de la libertad”.

Todo cambio en la historia de la humanidad debe buscar el progreso. Considerando cómo están las cosas, cómo se va desarrollando todo, echo de menos los debates que afecten a la verdadera utilidad de las carreras o formación académica de nuestros hijos. Aquellas discusiones que eran acompañadas de propuestas que buscaban preparar cada vez mejor para enfrentar el mundo a las siguientes generaciones. No es posible que seamos una civilización tan demente que sea capaz de construir el internet de las cosas pero que no pueda ofrecer un mejor futuro. Y en medio de tanta confusión, tanto cainismo, tanta crisis y tanta pandemia, pareciera que hemos olvidado todo lo aprendido. Que hemos sufrido de una especie de amnesia y que ahora toda propuesta no es más que una especie de simple cambio sin final.

COLUMNAS ANTERIORES

Trump. El último emperador
Por un puñado de aranceles

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.