Antonio Cuellar

El abandono de la toga: riesgo de una Corte ideologizada

El nuevo presidente de la Corte ha convocado a ceremonias indígenas y a la entrega del bastón de mando, en sustitución de la toga. Pero la toga representa valores universales.

Se avecina la instalación de una nueva época en la Suprema Corte de Justicia de la Nación y, con ella, un pensamiento distinto acerca de la labor constitucional que corresponde a sus ministros. A partir del 1º de septiembre, nuestro máximo tribunal federal anuncia un giro simbólico y doctrinal: abandonar la toga, acercarse al pueblo, dejar atrás —según se proclama— el “pensamiento neoliberal” y atender las causas más “legítimas” de la sociedad, concebida como una Nación pluricultural, pluriétnica y diversa.

En opinión reciente, la ministra Lenia Batres celebró este supuesto fin de una época “neoliberal” en la que la Corte, dijo, se apartó de la tradición mexicana de defender los derechos laborales, la propiedad ejidal y comunal, el interés público y la rectoría económica del Estado.

La interrogante central es qué tipo de Suprema Corte emergerá en esta nueva etapa. La que concluye ha sido, sin duda, una de las más prolíficas en la consolidación de un Estado garantista, donde se fortaleció la protección de los derechos humanos conforme a un pensamiento liberal ajeno al que hoy se busca superar. ¿Nos espera un tribunal progresista? ¿Se privilegiará la rectoría estatal sobre la libre competencia y la propiedad social por encima de la privada?

El riesgo mayor consiste en una Corte ideologizada, dominada por un partido que, mediante viejas prácticas políticas, impuso a sus integrantes. Ello anticipa criterios jurídicos endebles, dictados más por conveniencia política que por rigor técnico, con impacto en todo el Poder Judicial. La consecuencia será la erosión de la certidumbre jurídica que el país necesita con urgencia.

Es cierto que los ministros deliberan con ideas políticas en mente y que su voto puede estar influido por la fuerza que los impulsó hasta esa posición constitucional. Sin embargo, los relevos escalonados permitían atenuar ese sesgo. Hoy, el defecto estriba en la arrogancia de pretender transformar de inmediato al país bajo una agenda ideológica, sin prudencia ni mesura. ¿Es sostenible este cambio en el largo plazo? ¿Resistirá en el concierto político global?

El simbolismo no es menor. El nuevo presidente de la Corte ha convocado a ceremonias indígenas y a la entrega del bastón de mando, en sustitución de la toga. Pero la toga representa valores universales: dignidad, igualdad y desprendimiento de la individualidad para encarnar la justicia. Sustituirla por vestimentas de corte político o cultural no fortalece la independencia judicial, sino que proyecta un alejamiento insano de la imparcialidad.

La justicia exige conocimiento del derecho y su aplicación firme, no ser un instrumento para justificar agendas parlamentarias o políticas clientelares. Cuando la justicia se subordina a intereses de coyuntura, se traiciona su esencia y se pone en riesgo la solidez del orden jurídico.

La justicia constitucional no puede ni debe convertirse en un espacio de reivindicación política. La función de un tribunal supremo trasciende la coyuntura y se orienta hacia la construcción de un orden jurídico sólido, previsible y estable. Cuando los jueces se presentan como activistas de una causa determinada, pierden la distancia crítica que les permite servir a la sociedad en su conjunto y no a un sector o a un movimiento político específico.

El riesgo de trasladar la lucha partidista a los estrados judiciales es evidente: la interpretación del derecho se convierte en un campo de batalla ideológico donde la certeza jurídica se disuelve. Una Corte politizada genera resoluciones que no buscan justicia, sino la validación de una agenda, y con ello se distorsiona el equilibrio de poderes indispensable para el sistema democrático.

La toga, más allá de un símbolo de solemnidad, representa el recordatorio permanente de que el juez no habla por sí mismo, sino en nombre de la justicia. Despojarse de ella equivale, en términos prácticos y simbólicos, a abandonar ese compromiso de imparcialidad. Lo que se ofrece como cercanía al pueblo puede terminar en una peligrosa subordinación de la justicia a la voluntad política.

Así inicia una nueva era constitucional para México. Deseamos sinceramente que al país le vaya bien con su renovada Suprema Corte. Pero no podemos ignorar que lo que se anuncia como esperanza de transformación podría convertirse en una utopía condenada al fracaso, si la ideología termina por sustituir a la independencia y a la imparcialidad de los jueces.

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