La semana pasada, el sistema judicial de los Estados Unidos de América enfrentó un fenómeno de notable trascendencia política: la Corte Suprema de Justicia emitió una decisión significativa en el caso Trump vs. CASA, mediante la cual resolvió limitar la competencia de los jueces federales para expedir injunctions (el equivalente a nuestras resoluciones de suspensión en el juicio de amparo) con efectos generales o colectivos, en juicios promovidos por particulares contra la Orden Ejecutiva número 14160. Dicha orden, emitida por el presidente Donald Trump, busca restringir la ciudadanía por nacimiento a hijos de inmigrantes indocumentados.
La decisión de la Corte Suprema de los Estados Unidos no abordó el fondo de la controversia —esto es, la constitucionalidad de la citada Orden Ejecutiva—, sino que se circunscribió a un pronunciamiento de naturaleza procesal. En efecto, la Corte resolvió que los jueces federales no pueden suspender con efectos generales la aplicación de dicha orden, lo que obliga a cada persona interesada a promover un juicio en nombre propio para obtener los beneficios de una medida de suspensión judicial.
Esta determinación ha suscitado preocupación entre defensores de derechos humanos, quienes advierten un fenómeno de “fragmentación de la justicia”. Argumentan que la resolución de la Corte genera un escenario desigual: algunos lograrán proteger sus derechos mediante injunctions válidamente otorgadas, mientras que otros —carentes de medios para acceder a una defensa adecuada— verán sus derechos vulnerados ante la ejecución de la Orden Ejecutiva 14160.
Una línea crítica del fallo ha subrayado su posible motivación política. Sin que existan pruebas concluyentes al respecto, se ha señalado —no sin algún asidero racional— que las resoluciones de los jueces de distrito provinieron mayoritariamente de tribunales liberales, cuyos integrantes fueron designados por presidentes demócratas, mientras que la decisión de la Corte Suprema obedeció a una mayoría conservadora, conformada por justices designados por presidentes republicanos.
Al examinar cuántos de los 670 jueces federales de distrito han sido nombrados por presidentes demócratas, cuántos de ellos han otorgado medidas de suspensión con efectos generales y cómo está integrada la Corte Suprema de Justicia —en particular, la forma en que votó su mayoría conservadora el pasado 27 de junio— resulta plausible aceptar que dicha tesis crítica no carece de fundamento.
No obstante, el debate no debe centrarse exclusivamente en la “carga política” de la decisión judicial, sino en cómo la función jurisdiccional incorpora, de manera inevitable, un principio de representatividad política nacional, derivado del mecanismo de designación de sus operadores. Es cierto que el pensamiento y la inclinación ideológica de jueces y ministros puede influir decididamente en la interpretación constitucional de un acto de gobierno. Pero también lo es que dicha evolución jurisprudencial debe darse de manera gradual, institucional y sensata.
En Estados Unidos, los justices de la Corte Suprema son designados por el presidente y ratificados por el Senado, con carácter vitalicio. Por ello, las vacantes se presentan de forma esporádica y su relevo ocurre de manera escalonada. Esa paulatina renovación garantiza, en gran medida, la estabilidad del entendimiento constitucional. Las resoluciones de dicha Corte contribuyen así a la seguridad jurídica. El fallo del pasado 27 de junio constituye un giro relevante —aunque aún no definitivo— que ha tardado años en consolidarse.
Al trasladar esta experiencia a la reciente reforma judicial en México, encontramos paralelismos importantes y otros aspectos que requieren anticipación para evitar consecuencias indeseables.
La resolución de la Corte estadounidense del 27 de junio pasado sería, en nuestro contexto, jurídicamente inviable o innecesaria —según se quiera ver—. En efecto, el 15 de septiembre de 2024 se reformó la fracción X del artículo 107 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos. En dicha reforma, el Congreso de la Unión decidió que, tratándose de normas generales —leyes, reglamentos o tratados internacionales—, las resoluciones de suspensión dictadas por jueces no pueden tener efectos generales. En consecuencia, toda persona interesada debe promover individualmente el juicio de amparo correspondiente. La Constitución federal ordena lo mismo que decidió apenas la Corte Suprema de los Estados Unidos.
Paradójicamente, esta decisión —de corte aparentemente restrictivo— fue adoptada en México por un Congreso mayoritariamente liberal, mientras que en Estados Unidos la misma postura provino de una Corte de perfil conservador.
En cuanto al relevo paulatino de ministros en la Suprema Corte de Justicia mexicana, el diseño institucional es muy distinto al modelo estadounidense. La reforma judicial aprobada el año pasado contempla la sustitución de cuatro ministros en 2033 y de cinco más en 2036 (salvo en el caso de las tres ministras que permanecerán en el cargo). Es decir, la totalidad del Pleno se renovará en dos etapas, a ocho y once años respectivamente. Aunque este diseño pretende preservar la memoria histórica del derecho constitucional, su frecuencia podría propiciar giros abruptos en la interpretación jurisprudencial, afectando la estabilidad del sistema, porque el número de ministros que cambiará en cada ocasión será relevante, y su importancia influirá en la construcción de mayorías en los procesos de votación de sus sentencias.
Ante este panorama, cabe preguntarse: ¿qué mecanismos podrían favorecer una mayor deliberación constitucional y mitigar la inestabilidad de los precedentes? Curiosamente, en el defectuoso sistema actual de elección judicial, esa “paz” podría surgir si se evitara la formación de mayorías parlamentarias efímeras, se respetara genuinamente el sufragio ciudadano y se garantizara que quienes acceden a la Suprema Corte sean juristas de probada trayectoria y competencia en derecho constitucional. Estos perfiles deberían surgir de un foro auténticamente plural, con pensamiento universal y vínculos reales con una comunidad diversa de electores que no ejerzan control sobre sus decisiones.
En suma, la legitimidad de la función jurisdiccional en nuestro sistema constitucional depende, en última instancia, de la autenticidad del sistema electoral consagrado en la Constitución. Solo así podrá garantizarse que la Suprema Corte de Justicia no derive en un órgano sometido al vaivén político, sino en un verdadero garante de la justicia constitucional. Vaya paradoja. Deberíamos buscar un mejor escalonamiento de los nombramientos de los ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.