Durante el proceso de descomposición institucional que ha traído consigo la reforma judicial, hubo tres momentos clave en los que distintas autoridades pudieron detener el atropello contra nuestra democracia y el orden constitucional aún en vigor. Sin embargo, todas fallaron. Lejos de asumir su responsabilidad, optaron por validar el desmantelamiento del Estado de derecho a través de interpretaciones enrevesadas de la Constitución y de la ley.
El primer episodio ocurrió cuando se aprobó la reforma constitucional que instauró la elección popular de jueces, magistrados y ministros. En respuesta, los partidos de oposición promovieron una acción de inconstitucionalidad para frenarla. Así se abrió el expediente 164/2024, que fue turnado al Pleno de la Suprema Corte de Justicia y cuyo proyecto elaboró el ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá.
Por tratarse de una acción de inconstitucionalidad, se requerían al menos ocho votos a favor del proyecto para que se declarara inválida con efectos generales, aunque fuera tan sólo parcialmente, pues el ministro proponía la conservación de la reforma por lo que hacía a la conformación de la SCJN. Esa decisión habría bastado para proteger a los jueces y magistrados responsables de impartir justicia en asuntos cotidianos. Sorprendentemente, el ministro Alberto Pérez Dayán, quien se perfilaba como parte del bloque opositor, votó en contra. Ese solo voto permitió que la reforma siguiera su curso.
El segundo momento llegó cuando los propios jueces y magistrados afectados promovieron amparos en Jalisco y Michoacán, logrando suspensiones que detenían la aplicación de la reforma y permitían analizar su legalidad. Sin embargo, la Sala Superior del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación invalidó esas suspensiones, allanando el camino para que el proceso electoral judicial avanzara.
La tercera falla vino del Instituto Nacional Electoral. A pesar de las múltiples irregularidades —como la forma en que se eligieron a los candidatos en los Comités de Evaluación, la participación directa de partidos y poderes en la promoción del voto, los recortes presupuestales que impidieron una organización adecuada del proceso electoral, fallas en la instalación de casillas, problemas en el conteo de votos y en la calificación de su legalidad—, el Consejo General del INE validó el 15 de junio los resultados de una elección en la que participó menos del 10% del electorado. Cinco consejeros expresaron preocupaciones fundadas sobre la legalidad del proceso, pero su voz no fue suficiente. Con un voto de diferencia, el órgano electoral declaró la validez del proceso en el que participamos —o válidamente dejamos de participar— el 1 de junio.
La reforma constitucional establece que quienes no estén conformes con los resultados pueden impugnarlos, y que la Sala Superior del Tribunal Electoral deberá resolver esos recursos a más tardar el 28 de agosto.
Así llegamos al último punto de inflexión. Cinco de los siete magistrados que integran la Sala Superior se preparan para decidir el destino de estas impugnaciones. Ellos ya mostraron una postura institucional al invalidar las suspensiones dictadas por jueces de distrito que intentaban frenar este despropósito constitucional.
No cabe duda de que los magistrados enfrentan presiones políticas enormes. Pero aún hay esperanza. Esta radica en que comprendan la dimensión histórica de su voto. Ellos no solo decidirán sobre una elección; están llamados a defender la democracia misma. Tendrán que escoger entre ocultarse tras tecnicismos para ignorar el elefante que todos ven en la sala, o ponerse del lado de la Constitución y del país, y así contribuir a recuperar un orden democrático que se desmorona aceleradamente.
Porque, si este orden se pierde, tardaremos décadas en restablecerlo. La decisión que tomen será, posiblemente, la última oportunidad para salvar a la República.