Antonio Cuellar

2 de junio no se olvida

México no tiene la riqueza para consolidar una dictadura socialista como aquella a la que se aspira; nuestro país está históricamente sustentado por la exitosa colaboración de los sectores público, privado y social.

Un aproximado de 87% de los mexicanos que conformamos el padrón electoral de la “República Mexicana” estaremos de acuerdo al afirmar que, el día de ayer, fue todo, menos un éxito para la democracia del país. El día de hoy, con la constatación de la manera en que se cerraron las casillas y se nos anticipa el resultado de la “votación”, será un día que no olvidaremos jamás: el aftermath del gran hurto del que hemos sido víctimas; de esa gran borrachera en la que nos obligaron a participar, y en la que nadie logró evitar que nos sirvieran de esa botella en la que la bebida estaba totalmente adulterada.

A partir del día de hoy podemos decir, sin lugar a equivocarnos, que la división de poderes ha quedado sepultada, y que durante los próximos doce años desde septiembre próximo, tendremos la mala fortuna de presenciar el modo en el que también se sepultarán, una por una, las instituciones que durante las últimas décadas nos permitieron ser vistos como un país confiable hasta el día de hoy; el tipo de cambio lo había venido confirmando.

Pocas personas —incluso dedicándose al derecho— tienen la capacidad de entender el modo en que la Suprema Corte de Justicia de la Nación, los Tribunales Colegiados de Circuito o los Jueces de Distrito gozan de la competencia constitucional necesaria para redefinir cómo es que el país debe desarrollarse; cómo es que el balance imprescindible entre lo público y lo privado, entre la igualdad y las libertades individuales, se delibera y se protege, diariamente, a través del estudio, discusión, votación y aprobación de sentencias que están, por sobre todas las cosas, soportadas por argumentos jurídicos construidos sobre bases eminentemente científicas, suficiente y adecuadamente motivadas.

Viene una nueva época en la que las discusiones del parlamento se extenderán al terreno de lo judicial; en la que el muro que distingue la función de uno y otro poder se convertirá en un velo transparente, que facilite la extrapolación de la banalidad de la retórica política al terreno de la protección de los principios jurídicos básicos que sostienen al acuerdo social en el que se fundó nuestra patria.

Ya sucede; ahora lo escucharemos hasta el cansancio: la verborrea de la “soberanía”, el “pueblo”, la “democracia”, la “justicia social”, la “igualdad” acabará por convertirse en el mantra judicial por medio del cual nuestros “más altos tribunales” destrozarán la racionalidad del derecho, su cualidad lógica para organizarnos como sociedad y para resolver los problemas y conflictos en los que nosotros como ciudadanos, y nuestros gobernantes como ámbitos individuales de poder, nos vemos involucrados cotidianamente.

Sí, el 2 de junio no se olvidará jamás porque, como esos otros días especiales de nuestro calendario, será la fecha en que el gobierno y un puñado de distraídos votantes se atrevieron a derrocar un sistema que había funcionado con normalidad desde el inicio, desde que México se convirtió en una nación independiente en el año de 1824. Porque se convertirá en el día en que una minoría de electores nos arrebató los sistemas de protección que la Constitución nos había concedido para evitar los actos despóticos del gobierno.

Esperemos que su fiesta no dure mucho tiempo. Que aún, conservándose la nueva conformación humana de los órganos de justicia proveniente de este falaz proceso electoral, la realidad se imponga y obligue a muchos advenedizos de la justicia a reflexionar sobre su responsabilidad y deberes. México no es un país plagado de riquezas —por más que así se nos diga y se nos repita—; México depende de sus trabajadores. Un régimen jurídico sustentable, de acuerdo con nuestra Constitución, debe de ser uno que se ajuste a nuestra realidad social. México no tiene la riqueza para consolidar una dictadura socialista como aquella a la que se aspira; nuestro país está históricamente sustentado por la exitosa colaboración de los sectores público, privado y social. Nuestro país no merece recibir un gobierno totalitario que imponga por la fuerza un régimen castrense de igualdad social, cuando por sus cualidades, esa asimilación nacional está a muchos lustros de lograrse. México merece convertirse en el país de educación y oportunidades que saque de la pobreza a valientes y visionarios emprendedores.

El 2 de junio es un día que no olvidaremos jamás, pero sí una fecha que pronto podríamos marcar como un episodio más de nuestra historia: porque es histórico lo que se deja atrás. En el contexto de la geopolítica internacional y de la relevancia geográfica de la que goza nuestro país, la subsistencia de nuestras fuentes de empleo —la fuente de recaudación más importante del gobierno—, ligadas al libre comercio con América del Norte, podría llegar a quedar condicionada durante la renegociación del tratado internacional que nos integra con los EU y Canadá. En esa coyuntura, ¿podría Morena eludir la obligación de reformar nuevamente la Constitución para conceder seguridad jurídica a la inversión, y desdeñar los cientos de miles de puestos de trabajo del país que dependen de ese acuerdo? En su afán de proteger la peregrina idea de que los juzgadores deben ser electos, ¿se atreverá la 4T a diseñar un régimen jurídico para los inversionistas y otro diverso para los nacionales?

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