Antonio Cuellar

La justicia alternativa frente a los desafíos de la reforma judicial

Frente al reto que arrojará la desarticulación del sistema de justicia nacional, muchos mexicanos nos veremos ante la necesidad de ponderar, el arbitraje como medio alternativo de justicia.

El resultado de la próxima elección del 1 de junio es predecible: la hecatombe de la justicia en México; la desarticulación de los órganos encargados de resolver los conflictos en los que los individuos y las empresas se ven involucrados, por el simple desarrollo normal de su vida o sus negocios. No se trata de la destrucción de las instituciones jurisdiccionales por la vía de la desarticulación del diseño jurídico que las soporta, sino su demolición por el descabezamiento de quienes las hacen y las dirigen.

La inefable sustitución de los titulares judiciales por personajes electos acabará por ser un pésimo experimento de la historia por el que nos criticarán muchas generaciones por delante.

El punto cierto, sin embargo, es que los jueces capacitados se van, y los magistrados experimentados se jubilarán o asociarán a las grandes firmas de abogados que los necesitan, pero los problemas de la gente se quedan.

Siendo previsible que los problemas de impunidad rampante de los que adolece el derecho penal mexicano, florecerán nuevamente en la rama judicial; o que en el ámbito de los problemas familiares brotarán las injusticias en los procesos para el fincamiento de obligaciones alimentarias en agravio de deudores indefensos; o que más patrones se verán previsiblemente agredidos por sentencias inmotivadamente defensoras de algún corrupto planteamiento hecho por leguleyos, acostumbrados a enarbolar narrativas falsas o exageradas a favor de trabajadores despedidos, esquilmados éstos en sus pretensiones de justicia social por sus propios defensores; la verdad es que la vida de las empresas quedará al garete, sumida en una profunda incertidumbre que —ojalá que no—, podría ser arrebatada por la corrupta mano que mece la cuna de la subasta judicial.

Con miras a tan escalofriante escenario, debemos pensar en lo que podría hacerse para remediar la grave enfermedad social que nos legará la reforma judicial: el ataque del parlamento contra sus representados, que un día decidió unir a la impunidad y la corrupción para acabar con la justicia.

La actividad jurisdiccional del Estado forma parte del pacto social confiado al texto constitucional. Dictar sentencias constituye una función gubernativa que exige de las facultades de imperio depositadas por la Nación a favor de nuestras autoridades, con génesis en la misma Carta Magna.

Tal premisa, sin embargo, es relativa. Siendo única y verdadera en algunos ámbitos del derecho ligados al orden público, como el criminal o el familiar y, desde luego, el administrativo público; no lo es tratándose del orden privado de las cosas, como lo civil y lo mercantil, y, también, en algunos ámbitos del desenvolvimiento patrimonial del Estado, en lo administrativo económico.

El arbitraje es la función que algunas instituciones y profesionales especializados realizan con la finalidad de resolver ágilmente y con criterios apoyados en conocimientos técnicos más profundos las controversias en las que los particulares puedan llegar a encontrarse, siempre que entre ellos, previo consentimiento, así lo pacten. Es una justicia a la medida de quienes eligen pagarlo, con el fin de preservar la más pura aplicación de la ley y un sigilo más comprobable de los hechos controvertidos que lo justifican.

Se trata, al revés de la justicia institucional, de un rompimiento del pacto social con la finalidad de permitir que, en esos ámbitos de la vida de las personas, sea su propia voluntad la que los dirija a someter sus diferencias ante profesionistas especializados que cobran su labor, con la garantía institucional directamente asociada a su comprobable y fiscalizable imparcialidad.

Ante el rompimiento oficial del orden constitucional ligado a la reforma judicial, el camino más certero que emprenderán los sujetos del derecho privado que se vean en la necesidad de acudir a un tribunal, por sus actos o sus acuerdos de negocio, será el de la justicia arbitral… cada día más aceptada en todos los polos de desarrollo global; cada día más equipada y robusta para hacer prevalecer sus propias resoluciones.

México es parte de la Convención sobre el Reconocimiento y la Ejecución de las Sentencias Arbitrales Extranjeras, firmada en Nueva York el 10 de junio de 1958. Nuestro país la suscribió el 14 de abril de 1971, y entró en vigor, como Ley Suprema de toda la Unión, el 13 de julio del mismo año.

En el Código de Comercio de nuestro país, los artículos 1415 al 1480 contemplan un andamiaje correcto y suficiente para la tramitación de juicios arbitrales provenientes de un acuerdo entre sujetos de derecho, que por voluntad propia deciden someter a la competencia arbitral la resolución de una disputa. El país ya cuenta con instituciones encargadas de administrar estos medios alternativos para la solución de controversias, como el Centro de Arbitraje de México, el Centro de Mediación y Arbitraje de la Canaco o la Sección México de la Cámara Internacional de Comercio (ICC), entre otros, ante los que acuden un número todavía menor —aunque creciente— de beneficiarios de la justicia alternativa.

Frente al reto que arrojará la desarticulación del sistema de justicia nacional, muchos mexicanos nos veremos ante la necesidad de ponderar, ahora sí, el arbitraje como medio alternativo de justicia para resolver los conflictos de los que somos parte. Son ahora las instituciones, sin embargo, las que deberán enfrentar el reto de eficientizar su labor y, sobre todo, hacerla económicamente accesible para un importante número de justiciables que verán en ella una salida justa y acertada al oscuro futuro que, el 1 de septiembre, se pondrá la toga.

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