Claudia Sheinbaum no sólo es la primera presidenta mujer en la historia de México, es también la primera en comenzar su sexenio un 1º de octubre. Hasta antes, todos los presidentes iniciaban su gestión el 1º de diciembre, pues así lo contemplaba el artículo 83 de la Constitución.
Fue muy significativo en este caso que, el 2 de octubre del 2024, primer día laborable de su administración, firmó el acuerdo que reconoce como crimen de Lesa Humanidad la matanza estudiantil del 2 de octubre de 1968.
En la fotografía de tal evento que publica la presidencia aparece ella, la presidenta Sheinbaum, con el acuerdo en la mano y de pie, junto a uno de los principales líderes del movimiento estudiantil, el exsenador Pablo Gómez.
En estas fechas, recordar el compromiso asumido por ella al expedir el acuerdo y conmemorar ese lamentable evento resulta necesario, pues no pueden pasar desapercibidos los reclamos estudiantiles que dieron lugar a él: menos autoritarismo del presidente Díaz Ordaz; menos represión por parte de los cuerpos policíacos; más libertad y tolerancia a favor de quienes no compartían los mismos ideales del partido al que pertenecía el entonces titular del Ejecutivo Federal.
De algún modo, la presidenta actual es heredera de ese movimiento, y encabezó en 1986 una organización estudiantil de oposición contra el plan del rector, Jorge Carpizo, que perseguía establecer cuotas a cargo de los estudiantes para cursar sus estudios universitarios. Así lo reconoce ella en las páginas que conforman su perfil en la plataforma de Instagram. Ella fue una estudiante que luchó contra el autoritarismo universitario, y venció.
Los candidatos al gobierno provenientes de la izquierda han siempre pregonado la gran importancia que tiene el respeto a la libertad de expresión como condición esencial para sostener la vida democrática del país. Es con base en ese reclamo, y la lucha por la justicia y la igualdad que, a través de los cauces democráticos, el PRD, en la capital, y Morena, a nivel Nacional, accedieron al poder.
No les faltó nunca la razón al reclamar legítimamente el respeto por el derecho humano a la libertad de expresión y a la libertad de prensa, pues es cierto que ellos son baluartes de toda democracia. No sería concebible que, en nuestra época, supusiéramos el regreso del autoritarismo gubernativo que manda callar las voces que disienten, y bajan la luz en contra de las estaciones de radio y televisión que difunden opiniones contrarias a las del gobierno en turno, porque esa época, como nos lo han dicho el expresidente López Obrador y la actual presidenta Sheinbaum Pardo, ha quedado atrás. ¿Qué tan atrás si, además, fueron épocas en las que, ya reconocido oficialmente, se cometieron por esa causa delitos de Lesa Humanidad?
Con el acompañamiento del PRI y el PAN, que hoy son gobiernos de oposición, la lucha por la libertad de expresión triunfó en el 2013, cuando se aprobó por el Congreso de la Unión la reforma a los artículos 6 y 7 de la Constitución, en los que se plasmaron garantías y derechos humanos en esa materia, que desde entonces pasaron a gozar de la existencia de un Instituto Federal de Telecomunicaciones que alcanzó la calidad de órgano constitucional autónomo.
En concordancia con los criterios que en el 2007 sostuvo la Suprema Corte de Justicia al pronunciarse sobre la inconstitucionalidad de la entonces llamada “Ley Televisa”, sobre la función social de la radiodifusión y las telecomunicaciones, el Congreso dio fin a la paternidad que la administración ejerció siempre sobre las sociedades concesionarias, a las que controló sexenalmente mediante la fijación de una periodicidad perversa de la vigencia de los títulos de concesión, a efecto de permitir que la radio y la televisión divulgaran libremente la pluralidad de pensamiento e ideas que conforman a toda sociedad democrática. Ese fue el triunfo de todos los mexicanos al expedirse en junio la reforma de telecomunicaciones del Pacto por México.
En paralelo, también esas normas, aplaudidas desde la izquierda, pusieron fin a los monopolios de las telecomunicaciones. La reforma impulsó una mayor concurrencia de otros agentes participantes del mercado de la telefonía y el internet. El propósito fue siempre muy claro, agrandar y mejorar la infraestructura existente, y lograr, mediante el crecimiento de la oferta, la disminución de las tarifas cobradas al público por el servicio.
¿Qué nombre se le puede dar al albazo legislativo que el partido en el poder y sus acompañantes pretendieron dar la semana pasada, al someter a la aprobación de comisiones una iniciativa que es, como quiera que se desee leer, abiertamente regresiva en el ámbito de la libertad de expresión?, ¿Cómo la Suprema Corte de Justicia confirmará en unos cuantos meses la validez de un ordenamiento que terminó con la independencia del órgano constitucional autónomo que salvaguardó los intereses de una sociedad ávida de pluralidad informativa, o la validez de un ordenamiento que reinstala el carácter preponderante de un agente económico que impide el acceso de la competencia al mercado de la telefonía nacional?, ¿Cómo lo hará el Poder Judicial de la Federación cuando en el 2007, sus criterios impusieron lineamientos que se contradicen franca y burdamente a través de la arbitraria iniciativa que se pretende o se pretendió aprobar?
La reforma judicial es destructiva; delata el interés que tiene el gobierno en terminar con la República y hacerse del poder omnímodo por encima del cual no encontrará control alguno. La pretendida reforma de telecomunicaciones que hoy comentamos es peor aún, pues no atenta contra otro poder, sino contra la ciudadanía y nuestra democracia, contra la libertad y la información que ha permitido el desarrollo político nacional y el crecimiento plural de los ideales políticos que, precisamente, llevaron al gobierno a quienes hoy, claramente, traicionan sus propias palabras, su oferta electoral y, ante todo, sus propios ideales.