En marzo de 2020, ante la rápida propagación del covid-19, se suspendieron las actividades de las escuelas en todo el mundo. Se pensaba que el cierre duraría dos o tres semanas. Pronto se vio que la medida se debía extender hasta finalizar el año escolar.
Los europeos fueron los primeros en regresar y fueron los que (en promedio, según la UNESCO) perdieron menos días de clase. En cambio, en Latinoamérica, el sur de Asia y Norteamérica los niños y jóvenes se quedaron sin instrucción formal entre uno y dos años.
Se han publicado diferentes estudios para analizar las consecuencias de esa privación y lo que los países han hecho para subsanarla.
En el caso de Estados Unidos, se presenta una gran variedad de situaciones, porque cada uno de los 50 estados y de los 13 mil distritos escolares reaccionó de diferente forma. Al inicio de 2022, con la aparición de las vacunas, casi todos estaban ya en la escuela.
Algunos distritos abrieron pronto, con estrictas medidas de mitigación: uso de tapabocas, separación de pupitres, ventilación, purificación del aire y limpieza constante. En este caso fue determinante la toma de pruebas semanal a la totalidad de los alumnos.
En otros distritos, para mantener la separación, se redujeron las horas de clase y los estudiantes acudían a los planteles en días salteados. Otros, volvieron a cerrar durante el invierno.
En la mayoría de las escuelas se trabajaba desde antes con aplicaciones digitales, como Google Classroom. Por ejemplo, los alumnos podían hacerle preguntas a los maestros cuando les surgía una duda al hacer la tarea. De esa forma, mediante conferencias, pudieron continuar las clases con cierta normalidad. No obstante, esa herramienta se presta a que haya muchas distracciones y el ausentismo alcanzó, en algunos momentos, hasta a 10 por ciento de los integrantes del grupo.
Por la experiencia de huelgas magisteriales y desastres naturales, se sabía que no hay sustituto para el aprendizaje en el aula, con un maestro presente, que observa el avance de cada alumno. El aprendizaje es intrínsecamente acumulativo y está ligado a la continuidad y al tiempo utilizado. Las pruebas nacionales muestran que hubo una declinación de hasta 13 por ciento en matemáticas y 8 por ciento en lectura y escritura.
Hubo otras adversidades, difíciles de medir. En salud mental, por ejemplo. Aumentaron los sentimientos de soledad, tristeza y desesperanza entre los que perdieron a sus padres o abuelos. La vida familiar mejoró para algunos, pero para otros se volvió violenta.
Papás y mamás se estresaron por las presiones económicas, la hiperactividad de niños encerrados y la angustia de ver que no estaban aprendiendo suficientemente y perdían oportunidades de desarrollar sus habilidades sociales. Aumentaron los desórdenes alimenticios y, explicablemente, se redujo drásticamente el bullying.
A largo plazo, la consecuencia más grave fue la deserción, que en ciertas zonas llegó hasta 26 por ciento de la matrícula. Afectó sobre todo a los que de por sí sufren carencias y no tienen padres con estudios, que los puedan ayudar. Fue especialmente trascendente en el preescolar, dejando a miles de niños sin educación temprana.
Aunque las familias más pobres recibieron transferencias de efectivo para comprar alimentos (que sustituyeran los que se recibían en las escuelas), se está viendo que hay menos inscripciones al high school y a la universidad, lo que repercutirá en mayor desigualdad.
Recuperación
Los responsables de la educación en todos los niveles estuvieron conscientes desde el principio de que no se podía simplemente volver a la normalidad.
Durante 2021 el gobierno federal formó un fondo de ayuda que alcanzó casi 200 mil millones de dólares. Los estados y las ciudades tuvieron iniciativas similares.
Con ese dinero las escuelas ajustaron su plan de estudios y aumentaron los días y horas de clase, para cubrir los temas que habían quedado pendientes.
También contrataron a maestros jubilados para hacer tutorías a grupos pequeños de alumnos rezagados. Con esos y otros esfuerzos de remediación, se ha ido recuperando el aprendizaje perdido.
Lamentablemente no ha sido el caso de otros países, como el nuestro. Maestros, en lo individual, se han esforzado por regularizar a sus alumnos, pero no es suficiente.
Como no contamos con pruebas, desconocemos la magnitud del daño. Fuimos de los países que mayor tiempo tuvieron las aulas vacías y el único, de los grandes, en que no hubo un esfuerzo, ni siquiera mínimo, para contar con teleconferencias.
Por eso, podemos decir que vivimos una catástrofe y que se requiere una respuesta institucional agresiva.