Estamos terminando una curva exponencial de aquellas que se dan aproximadamente cada diez años.
Entre los años ochenta y noventa vivimos la instalación del Internet; en la década de 1990-2000, surgieron las plataformas que llevaron cosas de la vida cotidiana al internet: Google, Amazon, Netflix; en el 2010 llegaron los teléfonos inteligentes y se crearon imperios como Uber, Instagram, WhatsApp que llevaron al celular lo que ya se tenía en Internet. Ahora, desde el 2018 estamos en el salto exponencial de la inteligencia artificial.
Con estas curvas tecnológicas cambiamos nuestra manera de vivir y de acceder a la información. Con ello también se modificaron los oficios y profesiones.
Por ejemplo, entre 1990 y 2000 surgieron los primeros bloggers, o expertos en marketing digital; con la llegada de los smartphones surgieron los emprendedores de e-commerce y los personajes influyentes o influencers; y, del 2018 a la fecha, están surgiendo con auge los nativos de inteligencia artificial, que están creando aplicaciones, plataformas o programas sin necesidad de ser programadores de origen.
El derecho y las leyes son herramientas que deben acompañar las transformaciones sociales y es momento de regular esta era tan marcada ya no solo por el acceso a la información, sino por su distorsión.
Hoy en día, las redes sociales son uno de los principales espacios donde millones de personas, sobre todo las más jóvenes, consumen noticias, opiniones, consejos de salud, discursos políticos y recomendaciones de productos. Son, en muchos sentidos, el nuevo espacio público.
En este ecosistema, cientos de personas no solo venden productos, se venden a sí mismas. Buscan ser referentes sociales y logran en muchos casos que sus consumidores adopten sus estilos de vida o sus concepciones e ideas.
Sin ser autoridades electas ni asumir deberes públicos, ejercen un poder real sobre las decisiones individuales y colectivas. No por nada se llaman influencers.
Ante esta realidad, se presentó una iniciativa en el Congreso de la CDMX para regular un vacío sobre la actividad de las personas creadoras de contenido, estableciendo multas, reglas de etiquetado de publicidad, prohibiciones a contenido dañino y obligaciones de transparencia y combate a la desinformación que buscan atacar la promoción irresponsable de productos riesgosos, de discursos discriminatorios o violentos, deepfakes o contenido generado con IA sin avisar a la audiencia.
Esto no se traduce en ningún tipo de censura.
Esta iniciativa responde a una necesidad urgente: más de la mitad de las personas mexicanas que consumen redes compran por recomendación en estas mismas plataformas (MarcoMKT). En un mercado así, elevar los estándares mínimos de acceso a información veraz es indispensable para evitar prácticas que dañen la salud física o emocional de las personas.
La ciudadanía digital exige responsabilidad digital. Tener una plataforma implica deberes éticos, igual que cualquier otro actor con incidencia pública.
Esto incluye distinguir claramente una opinión de un anuncio pagado, verificar la información antes de difundirla, transparentar si un contenido fue generado con IA y, sobre todo, evitar la exposición o sexualización de menores.
Con todo, debe existir conciencia del riesgo real. Una mala regulación puede usarse para inhibir crítica política o controlar contenido incómodo.
Por eso, cualquier marco normativo debe tener reglas claras, límites bien definidos y estar plenamente sujeto a control judicial.
Es indispensable incluir salvaguardas robustas a la libertad de expresión, mecanismos para impugnar sanciones injustificadas y total transparencia sobre la autoridad encargada de sancionar. Ese es nuestro punto de encuentro: construir un ecosistema digital en donde converja la libertad con la responsabilidad.