Recientemente, el INEGI publicó su encuesta sobre los índices de pobreza hasta 2024 (INEGI, 2025). Los resultados, a primera vista, parecen alentadores: más de 13 millones de personas habrían salido de la pobreza durante el sexenio anterior y en ese sentido muchos salieron a festejar estos números.
Sin embargo, detrás de esa fotografía optimista se esconde una realidad mucho más compleja. La reducción se explica, en gran medida, por la expansión de programas sociales y transferencias directas. Y aunque estos mecanismos son indispensables, no podemos confundirlos con una solución estructural. Pensar que la pobreza se resuelve únicamente con programas sociales es reducir el problema a un mito estadístico.
La raíz del desafío está en otro lado. En un país con tan poca inclusión financiera, la desigualdad patrimonial sigue intacta: mientras que las personas más ricas multiplican su riqueza a través de activos e inversiones, los sectores más bajos carecen de mecanismos para transformar sus ingresos en patrimonio. Las mediciones de pobreza registran aumentos en el ingreso, pero no capturan lo más importante: la capacidad de generar un bienestar sostenible.
La trampa es clara: una reducción de la pobreza basada en transferencias o en incrementos temporales al salario mínimo aparece en las cifras, pero no necesariamente en la vida de las personas. Salir de la pobreza por ingreso no equivale a movilidad social. Está bien tener mejores ingresos; sin embargo, las políticas públicas deben apuntar a mejorar tanto ingreso como disminución de costos y a educar financieramente a su población para que logre excedentes que pueda no solo ahorrar, sino mejor invertir.
México sigue teniendo niveles muy bajos de bancarización y de acceso a créditos, incluso cuando la cobertura de programas sociales se ha expandido como nunca, logrando una mayor inclusión financiera. Sin embargo, la mayoría de la población en una situación precaria o de vulnerabilidad gasta la totalidad de su ingreso en lo más básico, como la alimentación, la vivienda, el transporte e incluso la salud, sin la posibilidad de ahorro o de inversión. En contraste, las élites aprovechan un sistema financiero que sigue siendo altamente rentable: tan solo en los primeros meses de 2025, la banca reportó ganancias que crecieron más del 2%. Esa rentabilidad significa que quienes tienen acceso a este mercado gozan de mayor seguridad financiera, mientras que los demás siguen atrapados en la precariedad.
El resultado es un círculo vicioso de desigualdad y de pobreza estructural. Para millones, cualquier gasto imprevisto, como una enfermedad o la pérdida del empleo, basta para regresar de inmediato a la pobreza. La falta de mecanismos de ahorro perpetúa la vulnerabilidad, mientras que la concentración de riqueza se refuerza a través de herencias, propiedades de activos y acceso a especulación financiera.
Más allá de la estadística, lo que está en juego son los factores estructurales. La informalidad laboral, que sigue afectando a buena parte de la población, limita el acceso a la seguridad social y al crédito. Nuestras políticas públicas han sido eficaces para contener la pobreza, pero no para generar una movilidad social verdadera. La tarea pendiente es clara: diseñar políticas públicas que combinen la redistribución de la riqueza con la inclusión financiera, la educación económica y un verdadero fortalecimiento de los mercados laborales formales.
Que mexicanos salgan de la pobreza merece reconocerse. Pero también exige un análisis crítico: reducir la pobreza estadística no equivale a reducir la desigualdad. La riqueza económica puede ser el punto de encuentro de las y los mexicanos; con políticas públicas acertadas y una verdadera inclusión financiera, ganamos todos. No se trata de quitarles a unos y darles a otros; en México requerimos romper con el ciclo de exclusión que impida a millones de personas transformar sus ingresos en un futuro asequible.