Estamos frente a una verdad imposible de ignorar: la Ciudad de México atraviesa un desafío enorme frente al cambio climático. Mientras el año pasado cursamos meses históricos de sequía, calor y desabasto de agua, hoy, en apenas dos meses, hemos visto lluvias torrenciales que colapsan la infraestructura y exponen la otra fragilidad de nuestra ciudad: inundación de calles, el Metro y hasta el aeropuerto. Lo bueno de estas últimas tormentas es que el nivel alcanzado por el sistema Cutzamala parece garantizar que 2026 no tendrá crisis por escasez.
Esto es, tenemos mucha agua en temporada de lluvias y casi ninguna en la de sequías. Con este desequilibrio, la UNAM ya encendió las alertas: en menos de 10 años, sin una gestión adecuada, amplias zonas de distintas alcaldías podrían volverse inhabitables por inundaciones, hundimientos y fallas estructurales, lo cual puede forzar el desplazamiento de millones de personas.
Vivimos con un ciclo hídrico roto. La sobreexplotación de acuíferos, la extracción intensiva de pozos profundos, el peso de la urbanización y el hecho de que la ciudad está asentada sobre un antiguo lago han acelerado un hundimiento que ya no es silencioso. La desigualdad agrava el panorama. Mientras que algunas colonias se inundan cada año, otras se pasan semanas sin una gota de agua potable. No es un problema del futuro: es un presente urgente.
El diagnóstico de la UNAM es contundente: al menos cinco alcaldías enfrentan riesgo crítico de inundación. Las zonas bajas y las cercanas a cuerpos de agua no solo podrían hundirse más rápido, sino también perder su habitabilidad, su patrimonio y su salud pública. El impacto será físico, económico y emocional. Llegamos al punto en que ya no basta advertir, es indispensable actuar.
El gobierno capitalino no es ajeno al problema. En junio, la jefa de Gobierno lanzó el programa “100 puntos de acupuntura hídrica”, basado en infiltrar agua de lluvia al acuífero. Es un paso valioso, pues apuesta por la regeneración hídrica y la adaptación climática. Pero la escala es insuficiente. Para que funcione, deben integrarse también sistemas de captación doméstica, manejo de cuencas y, sobre todo, una inversión de gran magnitud en infraestructura.
La solución pasa por una política hídrica integral que incluya programas de resiliencia urbana y drenaje sostenible, captación obligatoria de agua de lluvia en nuevas construcciones y un plan de reasentamiento preventivo en zonas de alto riesgo. Ya veremos si estos puntos son o no considerados en la anunciada reforma del agua.
Sin embargo, la responsabilidad no es solo del gobierno. Como ciudadanía, nos debemos involucrar en el monitoreo comunitario, la educación hídrica y el uso responsable del agua. El sector privado, por su parte, tiene la oportunidad, y también la obligación, de innovar en tecnologías de almacenamiento, filtración y reutilización, con esquemas de financiamiento que fortalezcan proyectos comunitarios.
El panorama puede parecer sombrío, pero también es una oportunidad histórica para reinventar la ciudad. Podemos transformar esta crisis en un proyecto de metrópolis más verde, resiliente y equitativa, donde la lluvia sea un recurso estratégico y no una amenaza. La advertencia de la UNAM no es una sentencia inevitable, es un llamado urgente a la acción coordinada entre el gobierno, las empresas y la ciudadanía.
El futuro no está escrito, pero demanda un esfuerzo sin precedentes. Nuestro punto de encuentro debe ser el reconocimiento de que este fenómeno nos involucra a todas y todos. Ojalá que, cuando estas circunstancias nos alcancen, tengamos alternativas creativas para sostener la vida cotidiana, como replantear la movilidad o ampliar el trabajo remoto, sin poner en riesgo nuestra seguridad. Lo que está en juego no es solo la infraestructura de la ciudad, sino nuestra capacidad colectiva de adaptarnos, innovar y proteger el lugar que nos ha albergado por siglos.