El Centro de Estudios Espinosa Yglesias acaba de dar a conocer el Informe de Movilidad Social en México 2025, elaborado a partir de la Encuesta ESRU 2023. El documento muestra que, aunque ha habido avances en la reducción de la pobreza por ingresos, la desigualdad estructural sigue profundamente arraigada. Esto subraya la urgencia de replantear las políticas públicas desde una visión menos politizada y más enfocada en garantizar la igualdad de oportunidades.
La igualdad de oportunidades implica que factores fuera del control de las personas —como el lugar donde nacen, el nivel educativo de sus padres o su color de piel— no deberían condicionar sus posibilidades de tener una vida digna. En una sociedad equitativa, todas las personas deberían contar con el mismo punto de partida para acceder a educación, salud o un ingreso digno, y que su esfuerzo determine su progreso.
En la práctica, la igualdad de partida casi nunca existe, y la idea de la meritocracia oculta las desigualdades de origen al hacer creer que el esfuerzo individual basta para tener éxito. Esta narrativa, como explica Máximo E. Jaramillo Molina en Pobres porque quieren, es impulsada por las élites para justificar la desigualdad, culpando a las personas pobres de su situación en lugar de reconocer los factores estructurales que la generan.
Lo cierto es que los datos contradicen el argumento meritocrático o del “echaleganismo”. El Informe de Movilidad Social en México 2025 muestra que descansar en el esfuerzo personal como única vía de ascenso social es, en muchos casos, un mito individualista que ignora las barreras estructurales. Por ejemplo, solo 2 de cada 100 personas logran escalar hasta el 20% más alto de la pirámide económica. Con cifras así, es insostenible afirmar que “quien trabaja duro, progresa” en un país donde las condiciones de origen siguen determinando el destino de millones.
Esta situación se agrava aún más en el caso de mujeres y niñas, quienes enfrentan mayores obstáculos para mejorar su condición social. Las encuestas del CEEY revelan que la desigualdad de oportunidades es más pronunciada para mujeres, personas indígenas y quienes tienen un tono de piel más oscuro. Además, las mujeres con padres con primaria o un grado académico inferior tienen menos probabilidades que los hombres de superar ese nivel y llegar a estudios profesionales, reflejando una doble desventaja.
Al respecto, la educación suele presentarse como el camino al ascenso social, pero esta narrativa tiende a responsabilizar al individuo sin considerar las condiciones desiguales de origen. En contextos de pobreza, muchas personas deben priorizar la satisfacción de necesidades básicas, lo que limita su posibilidad de continuar estudiando. Prueba de ello es que solo el 9% de los hijos de padres con primaria —o menos— logran acceder a estudios profesionales. Así, repetir que “la educación es el camino” resulta insuficiente cuando el punto de partida está tan profundamente marcado por la desigualdad.
También el lugar de nacimiento influye: en el sur de México, el 64% de quienes nacen en pobreza permanecen ahí; en el norte, la cifra es del 37%. Esta brecha regional refleja cómo la geografía condiciona las trayectorias vitales y refuerza la idea de que, más que el esfuerzo individual, pesa la “lotería del nacimiento”.
Ante este panorama, es urgente abandonar las políticas asistencialistas y clientelares, y exigir al Estado un enfoque estructural que garantice igualdad de oportunidades reales. Necesitamos políticas que impulsen la movilidad social efectiva, el acceso equitativo a derechos y un desarrollo regional balanceado. La lucha contra la desigualdad no puede recaer solo en el esfuerzo individual: requiere acción colectiva. En este reto, el punto de encuentro entre ciudadanía y Estado debe ser la construcción de un sistema más justo, donde no se diga que “no quieren salir de la pobreza”, sino que se reconozcan las fallas del sistema.