Dentro de las iniciativas a resolverse en el siguiente periodo extraordinario del Congreso, tenemos aquellas que pretenden “armonizar” diversas leyes a la reforma constitucional sobre la Guardia Nacional (GN). Una de esas modificaciones se centra en la posibilidad de que militares en activo obtengan una “licencia especial” para desempeñar funciones civiles, ya sea en cargos de elección popular o en dependencias gubernamentales. Esto ha generado que se activen alarmas en distintos sectores y organizaciones que señalan que, de aprobarse esta reforma, estaríamos dando un paso, para ellos muy claro, hacia el autoritarismo.
Sin embargo, esta posición mal informa a miles de mexicanas y mexicanos, quienes se encuentran en estado de alerta —tal vez con razón—, después de todas las modificaciones constitucionales y legales entre la salida de López Obrador y la entrada de Sheinbaum.
Nuestra Constitución, lejos de prohibir que personas con formación o carrera militar puedan ocupar cargos civiles, permite esta opción para aquellos que no se encuentren en servicio activo. De hecho, la ahora criticada “licencia” forma parte del marco legal de la Secretaría de la Defensa Nacional, razón por la que ahora se busca trasladar a los elementos de la GN. Esto es, las iniciativas reconocen los derechos adquiridos de los que eran militares regulares.
En ese sentido, la reforma es necesaria, justa y conveniente: reconoce derechos anteriores y mantiene con ello la gobernabilidad y mística de la GN, lo que resulta indispensable para su buen funcionamiento, interés de todas las y los mexicanos.
Ahora bien, que algo sea constitucional y jurídicamente viable, no significa que sea institucionalmente deseable. Por ello, la pregunta central no es si la reforma viola la Constitución o las leyes o si esto nos lleva hacia el autoritarismo, porque la realidad solo replica una regulación que ya existe. Más bien, me parece que sobre lo que debemos reflexionar es si, con las funciones que actualmente se les ha dado a las Fuerzas Armadas, resulta conveniente, además, permitir que militares —y ahora miembros de la GN— puedan circular entre la vida castrense y la esfera civil.
Desde Carranza, nuestro constitucionalismo apostó por un diseño civilista del poder y reservó para las Fuerzas Armadas funciones de disciplina militar para mantenerlas al margen de la conducción del Estado. Y esta regla se ha mantenido, incluso tomando en cuenta el aumento en la participación de la milicia en áreas administrativas y operativas del Estado, pues no se les ha dado control alguno de las funciones de dirección o estrategia del poder público. Esto es, hay que distinguir entre militarización y militarismo.
Si bien los militares pueden ser eficientes y honestos en tareas administrativas o de obra pública, la realidad es que no están formados para las implicaciones de la vida democrática. Su estructura vertical, su lógica de obediencia y su función centrada en el uso de la fuerza no se apagan con una licencia, por lo que permitir su inserción en la vida pública sin una reforma de fondo que reconfigure los equilibrios institucionales, corre el riesgo de migrar hacia un militarismo funcional en el corto plazo, pero costoso para el tejido republicano a largo plazo.
Así, la discusión debe desplazarse hacia una revisión integral del régimen de seguridad pública y de la naturaleza misma de la Guardia Nacional. Recordemos que, aunque su formación fue originalmente militar, se está trasmutando hacia lo civil, por lo que estos pasos, como la participación en funciones públicas, deberían ser gradualmente implementados.
Lo que está en juego no es sólo un régimen de licencias, sino el modelo de Estado que estamos construyendo. Distingamos entre la prohibida e indeseable militarización y el militarismo eficiente; entre la participación en la vida pública y la conducción del Estado. En la información seria, estará siempre nuestro punto de encuentro.