La Organización Mundial de la Salud (OMS) fue fundada en Estados Unidos en 1948 para promover y maximizar la salud mundial. Desde su origen, la OMS —como líder global— emite guías, investigaciones y normativas para asistir y monitorear tendencias de la salud mundial. Ha ayudado en la erradicación de enfermedades que afectan principalmente a poblaciones vulnerables y tuvo un papel primordial en la pandemia de COVID-19. Hoy, su futuro se tambalea.
Como parte de la agenda “Make America Healthy Again”, el gobierno de Donald Trump señaló que la OMS, a pesar del gran financiamiento norteamericano, ha desempeñado una gestión deficiente, opaca y con un claro favoritismo político hacia China. Por ello, recién confirmó su retiro del organismo y declaró que buscaría socios y mecanismos alternativos para atender la salud global.
Por su parte, alineándose con la postura norteamericana, el martes pasado el gobierno de Milei ratificó la decisión de retirar a Argentina de la OMS. Esto durante una reunión oficial entre el secretario de Salud y Servicios Humanos de EU y el ministro de Salud argentino.
Luego de ese encuentro, ambos gobiernos señalaron que han empezado a coordinar esfuerzos para crear un nuevo organismo internacional de salud con un enfoque “radicalmente distinto” al de la OMS, que se centrará en resultados y será libre de sesgos ideológicos. Con la salida de ambos países, tenemos no solo un vacío institucional, sino también un precedente complejo para el sistema de salud multilateral.
Es bien sabido que una parte sustancial del financiamiento de las Naciones Unidas provenía de Estados Unidos; tan solo a la OMS aportaba más de 500 millones de dólares anuales. Sin embargo, ante la salida de una de las potencias clave del régimen mundial, China no tardó en llenar ese vacío para anunciar de inmediato donaciones directas por 500 millones de dólares para los próximos cinco años a la OMS, además de resaltar su liderazgo en proyectos bilaterales e insertarse activamente en agencias multilaterales. Desde aquí, se están impulsando nuevas prioridades en la agenda global: medicina tradicional china, inteligencia artificial médica y control epidemiológico.
De esta manera, China se posiciona como donante estratégico y potencia de soft power, con creciente capacidad para influir en la normativa global en temas clave como salud, género, migración y cambio climático. Este giro representa, a la vez, oportunidad y riesgos: se reconfiguran prioridades, los modos de operación y, más profundamente, la noción misma de cooperación internacional.
La visión de China se aleja del enfoque occidental, y especialmente del estadounidense, para operar desde una lógica mucho más instrumental y pragmática. Como ha señalado el Ministro Li Bin, “el papel de la OMS debe fortalecerse, no debilitarse” (SWI, 2025), dejando clara su apuesta contraria a EU, decantándose por una gobernanza global más robusta, aunque esto sea a su manera.
Desde enero de este año, China aumentó de forma notable su financiamiento para infraestructura médica, redes de datos y logística sanitaria. No obstante, lo más revelador es su apuesta estructural, pues invierte mucho más en energías limpias que EU, lo que permite desarrollar modelos integrales de salud y sostenibilidad, como hospitales solares o sistemas de digitalización con baja huella ecológica.
Esto abre una oportunidad real para que países como México negocien mejores términos sin subordinarse ni a Occidente ni a Oriente. Este cambio de mando no debería leerse como un reemplazo financiero, sino como una posibilidad de rediseño del régimen internacional. Se trata de identificar quién define las prioridades, con qué valores, y analizar qué consecuencias tienen estas acciones. Cuestionar esta situación es ponderar la nueva cara del humanismo global. Por ello, será interesante atender si México logra articular un punto de encuentro entre China y EU.