La academia afronta hoy el desafío de incorporar la inteligencia artificial antes de quedar rezagada.
Instituciones, maestros y estudiantes necesitan definir las reglas que rijan esta herramienta y así evitar que la advertencia de Giovanni Sartori en Homo videns —“no todo avance tecnológico es un progreso”— termine por materializarse en generaciones carentes de pensamiento crítico.
La falta de consenso salta a la vista. Mientras Donald Trump ordena integrar la IA al sistema educativo con la meta de posicionar a Estados Unidos como líder mundial en esta materia, los medios dan cuenta de una alumna que demanda a su universidad debido a que su profesor utilizó ChatGPT en clase a pesar de haberlo prohibido.
Varias universidades levantan murallas ante la IA, en tanto las empresas abren autopistas. Nvidia, Duolingo, Fiverr y Shopify hacen más que tolerarla; la impulsan con entusiasmo.
Este ímpetu empresarial contrasta con instituciones que todavía deliberan sobre autorizarla.
Campus de Francia, Nueva York u Hong Kong han optado por la prohibición absoluta, temiendo plagio, empobrecimiento académico o deshumanización del aprendizaje. Esa reacción conservadora, comprensible hasta cierto punto, pasa por alto una realidad inminente: la IA dejó de ser curiosidad técnica y ya constituye una nueva alfabetización.
Vetar la IA en el aula es tan anacrónico como evitar la calculadora financiera o los correctores ortográficos.
La tecnología, lejos de debilitar la formación, amplifica la capacidad de aprender cuando existe criterio. Empero, el dilema central gira alrededor del modo de aprovecharla.
Algunos la destinan a generar imágenes banales, filtros o contenido superficial, mientras su auténtico potencial —motor de pensamiento, análisis y productividad— permanece sin explotar del todo.
Plataformas como TikTok o YouTube multiplican usos que divierten, aunque carecen de valor didáctico.
Si la academia evade el debate y deja de enseñar estas herramientas con profundidad, criterio y responsabilidad, renuncia a su papel transformador.
Jensen Huang, director general de Nvidia, lo resume con claridad: “La IA no reemplazará a las personas, pero las personas que dominen IA reemplazarán a quienes no lo hagan”.
El reto académico, por tanto, consiste en enseñarla, integrarla y pensar con ella.
Afrontar estos cambios exige políticas conjuntas, programas de alfabetización digital y docentes capaces de guiar el uso reflexivo de algoritmos generativos.
Resulta indispensable diseñar planes de estudio que combinen ética, análisis de datos y creatividad; así el alumnado ejercita juicio crítico y aprovecha al máximo la herramienta.
Si la academia asume el compromiso de orientar su aprovechamiento, recuperará terreno e impulsará ciudadanos más libres, curiosos y productivos.
Dejar pasar la oportunidad implicaría renunciar a la misión de educar para la autonomía intelectual y el bienestar social.
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