Vivimos un momento de inflexión tan profundo que resulta difícil captarlo con una sola disciplina o lente analítica. La inteligencia artificial, en apenas una década, ha dejado de ser un dominio técnico para convertirse en la trama que entrelaza producción industrial, alimentación, salud física y mental, diplomacia y hasta nuestras actividades de ocio. La promesa de automatizar lo tedioso y liberar tiempo humano convive hoy con la amenaza de concentrar poder económico, distorsionar democracias y redefinir el balance y deseable equilibrio geopolítico global.
Ben Buchanan y Tantum Collins, en su ensayo “The AI Grand Bargain”, publicado en Foreign Affairs (Vol. 104, No. 6, Nov/Dic 2025.) describen este punto de inflexión con una claridad inusual: el liderazgo tecnológico estadounidense —aparentemente incuestionable— está alcanzando sus límites estructurales. Las mismas fuerzas que permitieron su auge —el genio privado, la inversión de riesgo, la flexibilidad del mercado— ahora requieren el retorno del Estado, no para intervenir, sino para sostener lo que el mercado por sí solo ya no puede financiar ni proteger.
Las cifras son tan contundentes como simbólicas: según los autores, solo el crecimiento de los nuevos centros de datos (aka AI Factories) estadounidenses demandará 50 gigavatios de energía nueva antes de 2028, el equivalente al consumo eléctrico de toda Argentina. Sin un rediseño energético y regulatorio, la IA podría externalizarse —como ocurrió con los semiconductores— hacia países con recursos fósiles o regímenes autocráticos. La paradoja es brutal: la tecnología que prometía desmaterializar el progreso podría anclarse de nuevo en viejos combustibles y dependencias geopolíticas.
El “gran pacto” que proponen Buchanan y Collins no se limita a energía o infraestructura; es una nueva alianza entre Estado y sector privado. La IA, advierten, ya no puede seguir desarrollándose como un experimento de laboratorio sin red de seguridad institucional. La próxima frontera depende tanto de la disponibilidad de talento global —que las políticas migratorias restrictivas de Trump ponen en riesgo— como de la seguridad nacional, el espionaje tecnológico y la cooperación militar. En otras palabras, el “padrino tecnológico” del mundo libre está preocupado, y con razón: China ha comprendido que el poder de la IA no solo se mide en algoritmos, sino en la integración de estos dentro de su aparato energético, industrial y militar.
Pero más allá del pulso entre Washington y Pekín, el artículo de Foreign Affairs plantea una verdad más profunda: la IA ya no pertenece a una industria, sino a la civilización misma. Alimenta los sistemas agrícolas que optimizan rendimientos y reducen desperdicios; ajusta las dosis de insulina y los diagnósticos psiquiátricos; analiza tratados diplomáticos y predice el comportamiento de los mercados. Incluso nuestros pasatiempos —desde el cine hasta el ajedrez o la fotografía— han sido absorbidos por la lógica algorítmica.
Hace unos días tuve la oportunidad de dar una charla en el marco de la “Feria Internacional del Libro Monterrey 2025” sobre R.U.R. y Metrópolis, dos obras fundacionales del siglo XX que anticiparon con una lucidez asombrosa el debate contemporáneo sobre la inteligencia artificial. Fue un recorrido desde el teatro de Karel Čapek hasta el cine de Fritz Lang, analizando cómo ambos imaginaron —desde lenguajes artísticos distintos— una nueva escena de realidad en la que la humanidad comparte el escenario y contradicciones con sus propias y robotizadas creaciones tecnológicas.
Lo fascinante es que, al observar el contexto de hace un siglo, la arena mundial actual es casi igual de teatral, y no menos dramática que la predicha en ambas obras. Los liderazgos de la época de entreguerras parecían incuestionables, los imperios industriales dictaban el ritmo del progreso, y la Segunda Guerra Mundial, que definiría para siempre el orden tecnológico y social del planeta, aún no se veía cercana.
Cien años después, vivimos precisamente dentro de esa escena. Los “robots universales” de Čapek se manifiestan como automatización cognitiva y física; la “María falsa” de Metrópolis resuena en los algoritmos que moldean percepciones y emociones colectivas. El teatro y el cine de entonces se han convertido hoy en la interfaz viva entre humanos y máquinas, una continuidad cultural que nos obliga a pensar qué tipo de inteligencia estamos construyendo y para qué tipo de sociedad.
De pronto, la distinción entre política industrial, salud pública o entretenimiento parece obsoleta. Todo pasa por el prisma multidimensional de la inteligencia artificial. Y si el “gran pacto” estadounidense falla, el mundo entero podría enfrentar no solo una brecha de innovación, sino una fractura de confianza: entre humanos y máquinas, entre democracia y control, entre bienestar y dependencia.
En el fondo, el ensayo de Buchanan y Collins es una advertencia también literaria elegante: el liderazgo tecnológico no se mantiene con autopiloto. Requiere visión política, voces públicas y, sobre todo, una infraestructura social y energética capaz de sostener la inteligencia artificial que hemos creado….. y a la humana que tanto hemos desafiado.