Mientras algunos proclaman con alivio casi religioso que “la burbuja de la IA finalmente se está desinflando”, lo realmente inflado -aunque convenientemente ignorado- es el músculo industrial y robótico de China.
Resulta fascinante observar cómo la presunta desaceleración del hype tecnológico se celebra en ciertos círculos “optimistas”, cuyos párpados, todavía pesados de complacencia y legañas ideológicas, no alcanzan a percibir que Beijing no está apostando a una burbuja: está construyendo una infraestructura irreversible de poder físico, manufactura autónoma y dominio geoeconómico. Que no suene la alarma no es señal de calma, sino de ceguera estratégica.
He leído con detenimiento el análisis sobre la transformación geopolítica que está provocando la inteligencia artificial [1], no solo como software, sino como inteligencia física integrada en robots capaces de operar en todos los sectores productivos. Pero lo que más me desconcierta es que el autor, citado como uno de los principales voceros de una agencia que históricamente ha capitalizado el patrimonio intelectual del optimismo económico occidental, ahora exhiba en su propio análisis una ansiedad evidente ante la robustez acelerada del modelo chino. Que este grado de inquietud emerja desde quien ha construido su reputación sobre la convicción del triunfo inevitable del libre mercado, debería encender no solo alarmas, sino sirenas estratégicas de largo alcance.
Al revisar los datos, contrastarlos con mis propios estudios y verificar los indicadores industriales, demográficos y tecnológicos, llegué a una conclusión clara: lo único que puede salvar el liderazgo estratégico de Estados Unidos en la era de la IA no es profundizar en el modelo aislado de Silicon Valley ni depender exclusivamente del bloque anglosajón.
La única salida viable es apalancarse, ya no solo de Norteamérica, sino de toda Latinoamérica como extensión real de su territorio industrial, su base de talento, su mercado emergente y su zona de despliegue robótico acelerado. Mientras Estados Unidos mantiene un liderazgo en el “poder blando” de la IA —modelos de lenguaje, infraestructura en la nube, empresas dominantes del software de inteligencia artificial—, China está ganando con claridad el “poder duro”: la robótica.
Lo está haciendo no con discursos, sino con densidad industrial, ecosistemas locales de manufactura, colocalización de proveedores, despliegue masivo de robots y generación exponencial de datos físicos en fábricas completamente autónomas. Estados Unidos no carece de tecnología, carece de terreno vivo donde desplegarla a escala.
La regulación lo frena, los sindicatos lo bloquean, y su mercado está envejecido. En otras palabras, tiene el cerebro, pero no tiene el cuerpo.
Ese cuerpo está en Latinoamérica. La región es el último gran bloque occidental con crecimiento demográfico, con demanda real de automatización, con industrias en transición y con una población joven que puede entrenar, operar y escalar la adopción de inteligencia física. Además, concentra sectores estratégicos para el mundo: agroindustria, minería, manufactura, logística, energía y salud, todos ellos listos para la irrupción robótica.
Si Estados Unidos no comienza a integrar a Latinoamérica como parte funcional de su cadena de suministro, como territorio de despliegue tecnológico y como laboratorio de datos industriales, cederá ese espacio inevitablemente a China, que ya está posicionando su hardware robótico en la región.
El mercado no está en Europa, que enfrenta un declive poblacional grave. Tampoco está en Asia aliado, que ya compite en vez de complementarse. Está en Latinoamérica, donde se combinan consumo, juventud y una necesidad urgente de modernización productiva.
Ahí es donde se puede activar el “flywheel” industrial del que advierte el análisis: más robots desplegados generan más datos; más datos generan mejores robots; mejores robots generan más adopción.
Estados Unidos no puede generar ese efecto dentro de sus fronteras, pero sí puede hacerlo en Latinoamérica si decide integrarla no como periferia, sino como socio estratégico central.
China entendió antes que nadie que el poder robótico no se construye con discursos ni con presencia militar, sino con ecosistemas industriales densos y conectados. Está tejiendo esa red con África, el sudeste asiático y, cada vez con más fuerza, con América Latina.
Si Estados Unidos no mueve ahora sus fichas, la región no será su aliado industrial, sino el campo de prueba del expansionismo robótico chino. El reto no es tecnológico, es geoeconómico y cultural: cambiar la percepción de Latinoamérica como patio trasero y verla como el corazón productivo del próximo ciclo industrial.
La historia ofrece lecciones claras. Estados Unidos ganó el siglo XX porque combinó innovación con despliegue industrial masivo y alianzas estratégicas reales. Si quiere ganar el siglo XXI, deberá hacer lo mismo: activar a Latinoamérica no como una extensión de territorio político, sino como una extensión de inteligencia física, manufactura avanzada y soberanía tecnológica compartida.
El tiempo es mínimo, pero aún hay margen. Lo que está en juego no es solo competitividad: es la continuidad del modelo occidental frente a un bloque asiático que ya no compite; domina.
Tanto vaivén en la diplomacia tarifaria -un día con sanciones ejemplares, al siguiente con guiños de reconciliación económica- no solo me marea, sino que por momentos me hace perder el rumbo que, paradójicamente, la brújula post-Covid había dejado tan claramente alineada.
O se construye un bloque hemisférico integrado capaz de competir con la maquinaria asiática, o simplemente se administra el lento declive bajo la ilusión de que cada arancel es una estrategia y no un bandazo más en un tablero donde otros ya dejaron de reaccionar para empezar a ejecutar.