Philippe Aghion, Premio Nobel de Economía 2025 junto con Peter Howitt y Torsten Persson, es uno de los economistas más influyentes en el estudio del crecimiento impulsado por la innovación. En su modelo seminal de crecimiento schumpeteriano, ambos mostraron que el progreso tecnológico surge a través de un proceso de destrucción creativa: nuevas ideas, productos y empresas reemplazan a las existentes, generando aumentos sostenidos de productividad.
Este marco transformó la comprensión moderna del desarrollo económico. A diferencia de los modelos neoclásicos, donde el crecimiento proviene de la acumulación de capital, el enfoque Aghion–Howitt sostiene que la innovación endógena —alimentada por la competencia, la educación y la inversión en I+D— es la fuente esencial del crecimiento sostenido. Sin embargo, también señala una limitación fundamental: el sector privado por sí solo no puede capturar por completo los beneficios sociales del conocimiento que genera. Como el conocimiento se difunde y beneficia a otros actores, surgen fallas de mercado que justifican la intervención pública en la innovación.
En la visión de Aghion y Howitt, el Estado no debe reemplazar al sector privado, sino complementarlo estratégicamente. El gobierno debe invertir en aquellas áreas donde los retornos sociales son altos, pero los retornos privados son inciertos o de largo plazo: la investigación básica, la infraestructura científica y las tecnologías de frontera. Mientras tanto, las empresas privadas deben liderar la innovación aplicada, donde existen beneficios económicos claros.
El equilibrio óptimo —el “punto socialmente eficiente” de inversión en I+D— se alcanza cuando el Estado corrige las fallas del mercado sin inhibir la iniciativa empresarial. Este principio, que articula la interacción público-privada en la innovación, constituye el núcleo del pensamiento moderno sobre crecimiento endógeno.
Brasil es un ejemplo latinoamericano donde la intervención pública en I+D ha sido más robusta y sostenida. En los últimos años, el país ha destinado alrededor del 1.1 % del PIB a investigación y desarrollo —cuatro veces más que México—. Durante la década de 2010, su gasto público en I+D alcanzó 0.67 % del PIB, mientras que el sector privado aportó cerca del 0.60 %.
Instituciones como el CNPq, la CAPES y la FAPESP han garantizado continuidad de financiamiento incluso en periodos de crisis, desempeñando un rol estabilizador clave. Durante la pandemia, por ejemplo, el gasto público en innovación aumentó ligeramente mientras el privado disminuía, evidenciando la capacidad contracíclica del Estado brasileño. Así, Brasil ha consolidado un ecosistema científico-industrial en el que el gobierno y la iniciativa privada coexisten de forma complementaria.
México, en contraste, mantiene una inversión en I+D crónicamente baja: entre 0.2 % y 0.3 % del PIB, por debajo del promedio regional y apenas una cuarta parte de la brasileña. Más importante aún es la estructura del financiamiento: aunque el Estado aporta la mayor parte, el monto total es tan reducido que el sistema depende de un aparato público limitado y de iniciativas aisladas. En otras palabras, México tiene una proporción pública más alta que Brasil, pero sobre una base mucho más pequeña —una paradoja que revela una participación privada insuficientemente raquítica.
El resultado es un sistema de innovación dependiente del gasto público, con escasa articulación con la industria y poca adopción de riesgo tecnológico por parte del sector empresarial. Las universidades y centros públicos sostienen la investigación básica, pero sin un canal eficaz de transferencia tecnológica hacia el sector productivo, el que a su vez, pocas veces toma los riesgos que el mercado necesita.
Aplicar la lectura de Aghion y Howitt a América Latina conduce a una conclusión clara: cuando el Estado es el único motor de la innovación, el sistema se vuelve rígido y dependiente; pero cuando el Estado se retira por completo, la innovación se estanca. Brasil, con todas sus imperfecciones, se aproxima más al equilibrio teórico propuesto por Aghion y Howitt: un Estado que invierte activamente, mantiene instituciones científicas sólidas y atrae inversión privada en sectores tecnológicos. México, en cambio, se encuentra en un punto más frágil: su Estado sostiene el sistema, pero el sector privado no logra activar un círculo virtuoso ni suficientemente productivo.
Para cerrar esa brecha, la iniciativa privada mexicana debe aumentar su participación y asumir más riesgo tecnológicos: invertir de forma sostenida en impulsar startups y spinoffs deep tech con mayor inversiones en I+D, activar créditos fiscales, fondos de coinversión y programas de riesgo compartido, y comprometer capital inteligente en etapas TRL 4–7. De lo contrario, corre el riesgo de rezagarse - aún más - cuando empresas extranjeras lleguen a aliarse con investigadores mexicanos y capturen el valor que aquí no se quiso financiar; el Estado puede y debe seguir siendo catalizador de conocimiento básico y formador de talento, pero sin un sector privado más audaz, el país cede el futuro que financia.
Aghion y Howitt no defienden un Estado omnipresente, sino un Estado estratégico: aquel que impulsa, coordina y corrige. En América Latina, Brasil representa una versión imperfecta pero funcional de ese equilibrio; México, en cambio, exhibe una estructura donde el peso estatal es alto en proporción, pero bajo en volumen, y donde la participación privada sigue siendo marginal.
La verdadera lección del crecimiento schumpeteriano no es elegir entre Estado o mercado, sino construir una relación virtuosa entre ambos —una economía donde la política pública y la innovación empresarial se potencien mutuamente para transformar el conocimiento en desarrollo sostenible.