Alberto Muñoz

Clusters globales, asimetrías locales: reflexiones en torno al GII 2025

La aparición de la Ciudad de México en el ranking Global Innovation Index no sorprende. Su densidad, su carácter expansivo y su candidez urbana no son sino el reflejo de una sinergia forzada por el todavía excesivo centralismo del país.

Las tecnologías del futuro no nacen en el vacío: surgen y se consolidan en hubs de innovación donde la excelencia científica se encuentra con la ambición emprendedora. La Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (WIPO) lo recuerda con la publicación de su Global Innovation Index (GII) 2025 y el ranking de los 100 principales clusters de innovación en el mundo, que este año integra un nuevo criterio: la actividad de venture capital.

El resultado ha sido un reacomodo significativo: la región del Gran Área de la Bahía (Shenzhen–Hong Kong–Guangzhou) desplazó a Tokio–Yokohama al segundo puesto, mientras Silicon Valley (San José–San Francisco) trepó al tercer lugar. Beijing quedó en cuarto. Londres, por su parte, alcanzó el octavo sitio gracias al peso del capital de riesgo, y la Ciudad de México debutó por primera vez en el listado, en la posición 79.

No puedo leer dicho ranking con neutralidad. Habiendo visitado todos los clusters de primer nivel, salvo Corea, y vivido desde dentro el ecosistema de Londres, trabajando en Oxford y viendo cómo la tradición académica se convierte en spin-offs, patentes y startups. En Stanford, estuve varios meses y momentos poco después del dotcom crash, respirando la resiliencia de un ecosistema que supo reinventarse. También he estado inmerso varias veces en Shenzhen y Hong Kong, observando de primera mano la densidad productiva, esa mezcla frenética de fabricación, inversión, transferencia tecnológica y una inmensa presencia de actores internacionales.

Por eso, la aparición de la Ciudad de México en el ranking no me sorprende. Su densidad, su carácter expansivo y —diría yo— su candidez urbana no son sino el reflejo de una sinergia forzada por el todavía excesivo centralismo del país. No se trata aún de un clúster tan estructurado como los demás, pero sí de un espacio donde la masa crítica de talento, inversión y necesidad comienza a coagular en forma de innovación.

El ranking de los GII Global Top 100 Innovation Clusters de la WIPO se construye a partir de tres métricas fundamentales que permiten entender cómo se configuran los ecosistemas de innovación más dinámicos del planeta. La primera de ellas sigue la ubicación geográfica de los inventores que aparecen en solicitudes de patentes presentadas bajo el Tratado de Cooperación en materia de Patentes (PCT), lo que refleja la ambición internacional de las invenciones y su potencial de trascender fronteras. Una patente PCT es, en esencia, una declaración de intenciones: no sólo protege una idea, sino que también revela la disposición de un país, empresa o investigador para competir en el escenario global.

La segunda métrica examina las afiliaciones de los autores de publicaciones científicas, un indicador del peso que tiene un cluster en la generación de conocimiento de frontera. La ciencia publicada es la base de cualquier proceso de innovación, pues constituye la materia prima sobre la cual se construyen tecnologías y soluciones. Sin embargo, este indicador, visto de forma aislada, puede sobrerrepresentar polos académicos que carecen de mecanismos eficaces para transferir ese conocimiento al sector productivo.

La tercera métrica, introducida recientemente en 2025, incorpora la actividad de capital de riesgo, y con ello se añade una dimensión crítica al análisis: la capacidad de convertir conocimiento en empresas escalables y en valor económico tangible. El venture capital funciona como un termómetro de confianza, señalando dónde los inversionistas consideran que la ciencia y la tecnología pueden transformarse en productos disruptivos y sostenibles. Al combinar las tres dimensiones —publicaciones científicas, patentes internacionales y flujos de inversión de riesgo— se logra una visión más completa de la innovación, que va desde la creación del conocimiento hasta su apropiación estratégica y su traducción en resultados de mercado.

La historia de la vacuna de Moderna se ha convertido en un caso paradigmático de lo que hoy se entiende como Deep Tech. Nacida de años de investigación en biología molecular y en la aplicación de ARN mensajero como plataforma terapéutica, la compañía logró en tiempo récord transformar un descubrimiento científico en un producto de escala global, desplegado durante la pandemia de COVID-19. Boston Consulting Group (BCG) ha señalado el caso como ejemplo claro de Deep Tech porque encarna las características esenciales de este ámbito: una fuerte base científica, largos ciclos de maduración tecnológica, riesgo elevado y la necesidad de integrar múltiples disciplinas —desde la biología sintética hasta la ingeniería de manufactura y la logística farmacéutica— para alcanzar el mercado. La vacuna de Moderna no solo salvó millones de vidas, sino que demostró cómo la ciencia de frontera, apoyada en capital de riesgo, marcos regulatorios ágiles y propiedad intelectual estratégica, puede redefinir industrias enteras y abrir una nueva era para las terapias basadas en plataformas biotecnológicas.

Este enfoque resulta especialmente relevante para el ámbito del Deep Tech. En este sector, la innovación se fundamenta en avances radicales en ciencia e ingeniería, desde la inteligencia artificial hasta el cómputo cuántico, la biotecnología, los semiconductores, la energía limpia o los materiales avanzados. Los clusters que se consolidan en Deep Tech no pueden limitarse a publicar artículos ni a crear startups de moda; necesitan articular investigación científica sólida, mecanismos de protección intelectual eficaces y un ecosistema financiero que permita dar el salto hacia la escalabilidad. Es justamente en este triángulo donde el GII encuentra su mayor valor como herramienta de diagnóstico.

No obstante, persiste una debilidad estructural: la subvaloración, cuando no la exclusión directa, de las patentes de método o de software. En muchas jurisdicciones, se ha impuesto la idea de que los algoritmos deben protegerse únicamente mediante derechos de autor. Esta estrategia ha demostrado ser equivocada y perniciosa, pues los derechos de autor apenas resguardan la expresión literal del código, mientras que dejan desprotegidas las arquitecturas, algoritmos y métodos técnicos que constituyen el verdadero núcleo de la innovación. El resultado es un desincentivo para invertir en desarrollos complejos de software con aplicaciones industriales, médicas o científicas, y un rezago en la capacidad de ciertos países para participar en la competencia global en condiciones equitativas.

En campos como la inteligencia artificial, la biología computacional, los gemelos digitales, la robótica o la visión por computadora, los métodos son tan o más importantes que el hardware mismo. Ignorar la necesidad de protegerlos mediante patentes de método limita no solo a los inventores, sino también a los ecosistemas que buscan atraer capital y generar industrias alrededor de estas tecnologías. Por ello, si bien la inclusión de la métrica de venture capital en el GII es un paso adelante para reconocer la importancia de la conversión de ciencia en valor económico, la carencia de un marco robusto para las patentes de software sigue distorsionando el mapa global de innovación y deja en la sombra una parte sustantiva del Deep Tech contemporáneo.

Los clusters de innovación más exitosos son aquellos capaces de articular ciencia, propiedad intelectual y financiamiento de riesgo en un mismo ciclo virtuoso. Pero para que esta ecuación sea realmente inclusiva y refleje la realidad de la innovación tecnológica, será necesario corregir la visión reduccionista que ha condenado a los métodos algorítmicos a un régimen de derechos de autor que poco o nada aportan al progreso científico y económico. Reconocer que los métodos son tecnologías y no simples expresiones literarias es una condición indispensable para que la innovación global alcance su verdadero potencial.

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