La Ley CHIPS de USA no es solo otro capítulo en la agenda industrial de ese país —es una revolución estratégica. Con más de 52 mil millones de dólares inicialmente destinados únicamente a fabricación e investigación de semiconductores, esta iniciativa equivale a casi el 4 % del PIB de México, y una cifra impresionante que, en conjunto con una inversión total estimada en 280 mil millones de dólares, representa una quinta parte del PIB nacional estadounidense.
El debate sobre dicha ley y la consecuente reconfiguración de la cadena de suministro de semiconductores ha pasado de ser una discusión técnica a una con cierto candor y pulso político e ideológico. La narrativa oficial enfatiza la autosuficiencia como un imperativo estratégico frente a China, pero esa misma retórica encierra un riesgo latente: la ilusión de que la independencia absoluta es alcanzable y, peor aún, deseable.
El impulso por “repatriar” capacidades de producción se enfrenta a la realidad de un ecosistema global profundamente interdependiente, donde aliados y competidores se entrelazan en flujos de capital, tecnología y talento. Apostar a un camino arancelario en solitario no solo encarecería la producción y ralentizaría la innovación, sino que abriría un flanco que otros actores —particularmente en Asia y Europa— sabrían capitalizar en detrimento del deseable (y equilibrado) liderazgo norteamericano.
Más aún, la presión por centralizar completamente la manufactura en territorio estadounidense podría erosionar el liderazgo que USA ha ejercido como arquitecto de estándares, redes de innovación y acuerdos multilaterales en tecnología avanzada y no se diga, del enorme valor de su sistema de protección de la innovación, hoy concentrada en la respetabilísima USPTO (https://www.uspto.gov/).
Si Washington proyecta la idea de que puede sostenerse prescindiendo y castigando (con aranceles agresivos) de la cooperación internacional, corre el riesgo de que socios estratégicos busquen reforzar sus propias alianzas fuera del paraguas norteamericano. En un mercado tan dinámico como el de los semiconductores, esa percepción podría acelerar una redistribución del poder industrial y geopolítico, dejando a USA con una capacidad productiva ampliada, sí, pero con menos influencia sobre las reglas y direcciones del juego global.
Y la prueba de que estas aseveraciones no son mera especulación, está en la urgencia que se vive en Estados Unidos: la Ley CHIPS y las políticas industriales asociadas no solo buscan reactivar la manufactura de semiconductores, sino también recuperar la capacidad de diseñar y fabricar hardware crítico dentro de sus fronteras. Esa misma urgencia es la que debería encender las alarmas en México para no quedar reducido a un papel periférico en un tablero donde el valor estratégico se concentra cada vez más en el dominio integral del hardware.
Frente a ese faro económico, nuestro país debe responder no con resignación, sino con audacia. Algunas voces caen en los extremos: unos afirman que basta voluntad política para aterrizar la producción de chips en México, otros sostienen que es una ilusión imposible. Ambos extremos comparten una falla: carecen de una comprensión realista de la industria. La verdad, más matizada, es que los semiconductores no son monolíticos; México puede —y debe— encontrar su nicho en la cadena.
Aquí es donde México puede jugar de “local” con todas las ventajas que esto implica. Con una base manufacturera consolidada y experiencia en manufactura de precisión (automotriz, aeroespacial, electrónica), tenemos una ventaja competitiva clara en las etapas de ensamblado, prueba y empaquetado (ATP), así como en suministro regional —sobre todo en estados estratégicos como Nuevo León, Sonora, Jalisco o Guanajuato, conectados directamente con las microfábricas estadounidenses.
Pero para aterrizar esta visión se requieren tres elementos: infraestructura resiliente, talento especializado y sobre todo capital inteligente y p a c i e n t e. En febrero de este año, se detectaron debilidades estructurales que no podemos pasar por alto: el país enfrenta una severa escasez de patentes (solo 56 aprobadas en 2024 frente a miles por fabricante global) y carece de los recursos hídricos suficientes para sostener una fábrica de semiconductores; además del desafío permanente de atraer la inversión masiva que sí canaliza en USA.
Por su parte, la necesidad de una estrategia coordinada y nacional es más urgente que nunca. No se trata de una lucha regional por migajas, sino de articular sinergias entre estados, industria, academia y sector público. Esa mentalidad de suma positiva, que se ha aplicado con éxito en Alemania, Corea del Sur o China, es fundamental para que México deje de imaginar y comience a construir su lugar en esta revolución tecnológica.
En México empieza a permear la conciencia de que la competitividad tecnológica no puede sostenerse únicamente sobre la base del desarrollo de software. La programación seguirá siendo una habilidad esencial, pero el verdadero salto cualitativo se dará cuando el talento nacional asuma un rol activo en el diseño integral de soluciones de hardware, desde arquitecturas de cómputo específicas —como GPUs y aceleradores para IA— hasta un acercamiento progresivo a la concepción y diseño de los propios componentes. Este cambio de mentalidad implica pasar de ser usuarios o integradores de tecnología a convertirse en autores de piezas críticas del ecosistema, una transición que no se logra con improvisación, sino con una estrategia sostenida de formación, infraestructura y colaboración internacional.
Además, el mismo fenómeno que está transformando el desarrollo de software gracias a la IA ya se vive en el diseño de hardware. Un amigo cercano, que hace 25 años trabajó en el diseño del iPod Nano, me comentaba que aquella proeza requirió el trabajo coordinado de 200 ingenieros altamente especializados; hoy, con las herramientas actuales de diseño asistido por IA, el mismo nivel de complejidad podría ser desarrollado por un solo ingeniero en un tiempo drásticamente menor.
Hoy más que nunca, el reto es claro: aprovechar nuestra cercanía geográfica, industrial y comercial con USA. para insertarnos estratégicamente en la nueva geografía digital. Y si bien la escala del CHIPS Act es formidable, no debe ser una barrera, sino un incentivo para redefinir el papel de México —no como seguidor, sino como socio confiable y competitivo.