Bloomberg Opinión - Spinetto

Votación en Chile da un ejemplo de buenos modales

Juan Pablo Spinetto destaca que a pesar de lo contrastante de sus posiciones ideológicas, los dos candidatos presidenciales que siguen en pie en Chile han sido respetuosos entre ellos.

La segunda vuelta presidencial de Chile, prevista para el próximo mes, ya se perfila como un choque de extremos. De un lado está Jeannette Jara, la izquierdista que se unió al Partido Comunista a los 14 años; del otro, José Antonio Kast, el ultraconservador católico provida que promete una línea dura contra los inmigrantes.

Intenso, ¿no? Desde afuera, parece otra manifestación más de la polarización tóxica que domina la política mundial. Pero no lo es.

Detrás de las etiquetas simplistas de los contendientes que se enfrentarán el 14 de diciembre hay algo notable: El sistema político chileno ha madurado lo suficiente como para resistir las batallas ideológicas actuales sin que se derrumben sus instituciones democráticas. De hecho, Chile da al mundo una lección de civilidad política.

Basta con mirar uno de los debates entre los ocho candidatos que compitieron en las elecciones del domingo. El último —un maratón de más de tres horas— ofreció propuestas concretas de todos los colores y un tono inusualmente respetuoso. Al final, un candidato incluso se detuvo para entregar una rosa a la aspirante de centroderecha Evelyn Matthei por su cumpleaños, entre aplausos. Claro, hubo guiños populistas —llamados a enviar al ejército a las calles, promesas de reducir drásticamente los sueldos de los políticos y un representante de la izquierda radical que defendió la nacionalización del cobre y el litio—, pero incluso los roces de campaña resultaron inusualmente cordiales para los estándares latinoamericanos. (¿Quién puede olvidarse del debate en São Paulo el año pasado en el que un candidato a alcalde golpeó a su rival con una silla?) No sorprende que el diferencial de tasas de Chile, que mide el riesgo país, se haya mantenido estable durante todo el ciclo electoral.

¿Por qué Chile ha resistido el virus populista que ha contagiado al resto de América Latina y otras partes del mundo? Después de todo, este es el país que hace apenas seis años estalló en protestas masivas y exigencias públicas que cuestionaron los cimientos mismos del sistema chileno, basado en las reformas neoliberales del régimen de Augusto Pinochet. En medio de una profunda fragmentación política, el Estallido Social de 2019 llevó al poder a una nueva generación encabezada por el presidente millennial Gabriel Boric, entonces uno de los líderes más jóvenes del mundo, y quien que prometía un cambio radical. Sin embargo, aquel fervor revolucionario pronto dio paso al escepticismo y al pragmatismo: los votantes terminaron rechazando dos propuestas de nueva constitución, una de tendencia izquierdista en 2022 y otra más conservadora en 2023.

Como argumenta convincentemente el analista político y consultor chileno Kenneth Bunker en un nuevo libro, los responsables de políticas, estrategas y expertos interpretaron mal el levantamiento de 2019 —“un diagnóstico equivocado de las élites desde el principio”, lo llama—. Según él, el malestar reflejó la incapacidad del sistema para adaptarse a las demandas cambiantes de la sociedad, más que un rechazo al modelo económico y político que convirtió a Chile en un faro de prosperidad en América Latina.

Los chilenos corrigieron el rumbo rápidamente, rechazando los excesos ideológicos y las demandas de reformas totales.

“Hemos probado la cura latinoamericana, no funcionó y ahora volvimos a la normalidad”, me dijo Bunker. “Chile tiene una memoria democrática que se respeta. Sus instituciones y partidos son fuertes y cumplen las reglas”.

Nada de esto minimiza los serios desafíos que heredará el próximo presidente. La inseguridad, la migración y la corrupción dominan las preocupaciones de los chilenos. Son problemas complejos, sin soluciones simples. Un 92 por ciento de los ciudadanos dice que la inmigración es un gran problema, algo comprensible si se considera que la proporción de residentes nacidos en el extranjero subió a 8.8 por ciento el año pasado, desde apenas 1.3 por ciento en 2002. La economía, además, está lejos de los años de auge entre fines de los 80 y comienzos de los 2010.

Las propuestas de Jara y Kast —quienes pasaron a la segunda vuelta con casi 27 y 24 por ciento de los votos, respectivamente— no podrían ser más distintas: mientras Jara promete aumentar el ingreso mínimo y expandir el sistema de bienestar, Kast propone reducir los impuestos corporativos, desplegar al ejército para sellar la frontera y deportar a miles de indocumentados. Sería un error ver esas diferencias como batallas existenciales. La verdadera fortaleza de la democracia radica en su capacidad para albergar puntos de vista opuestos sin incendiar la casa en el proceso. Chile ya lo demostró entre 2006 y 2022, cuando la izquierdista Michelle Bachelet alternó el poder con el derechista Sebastián Piñera.

Dado el clima político actual, las demandas ciudadanas y la baja aprobación del gobierno de Boric, Kast llega a diciembre con ventaja. Su victoria no solo marcaría un giro ideológico para Chile, sino que también aceleraría el desplazamiento regional hacia la derecha, tras el triunfo legislativo de Javier Milei en Argentina y el colapso de dos décadas de gobierno socialista en Bolivia. Washington celebrará contar con más aliados afines en su esfera de influencia. Sin embargo, los resultados de la elección chilena deben entenderse como lo que son: la alternancia normal del poder en una democracia funcional que responde a las demandas cambiantes de sus votantes.

Hace casi cuatro años, en diciembre de 2021, Kast perdió una segunda vuelta similar ante Boric por casi 12 puntos porcentuales. Yo estaba en Santiago siguiendo la votación y, acostumbrado a las maniobras políticas típicas de la región, me sorprendió la llamada del candidato derrotado al presidente electo apenas una hora después del cierre de urnas. “Merece todo nuestro respeto y colaboración constructiva”, dijo Kast sobre Boric esa noche.

Se puede cuestionar la sinceridad de Kast, pero ese gesto, por sí solo, hace que la etiqueta de “ultraconservador” resulte reductiva y engañosa, incluso si se ubica en el extremo derecho del espectro ideológico. Aceptar la derrota con dignidad es lo que hacen los demócratas. Gritar fraude sin fundamento es lo que hacen los malos perdedores, y hemos visto demasiado de eso, desde Brasil y México hasta EU.

Por eso espero que, una vez que se cierren las urnas el próximo mes, el candidato perdedor vuelva a conceder y dé vuelta la página. Chile demuestra que un país puede estar polarizado sin comprometer sus normas democráticas. Eso merece celebrarse e imitarse.

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