Si hay un país que sabe lo que es ser el centro de atención geopolítica, ese es Panamá.
El país centroamericano se ha convertido en un inesperado punto focal de la creciente rivalidad entre Estados Unidos y China desde que Donald Trump apuntó el año pasado contra su símbolo nacional más venerado: el canal de Panamá.
La sorpresiva promesa de Trump de recuperar para Estados Unidos la emblemática vía acuática —mencionando a Panamá seis veces durante su discurso ante el Congreso en marzo— conmocionó a esta nación de 4,5 millones de habitantes, aliada de Washington desde hace mucho tiempo y centro vital del comercio mundial.
Pero, tras casi siete meses de Trump 2.0, se perfila un panorama distinto: la atención de las superpotencias rivales, por incómoda que sea, podría resultar una bendición. De hecho, la imagen que surgió de mis conversaciones con más de una docena de observadores, responsables políticos y líderes empresariales de Panamá durante un reciente viaje fue clara: si Panamá sabe aprovechar el momento, tiene la oportunidad de reforzar el papel estratégico del canal, atraer nuevas inversiones extranjeras y reformar su modelo económico, cada vez más desgastado.
Como me dijo Ricaurte Vásquez Morales, el carismático administrador del canal, mientras tomábamos café y empanadas en la imponente mansión que en su día fue la residencia del gobernador estadounidense de la Zona del Canal: “El campo de batalla de esta discusión geopolítica es en Panamá. Por primera vez, tenemos fichas para participar en el juego. Sentémosnos a la mesa y juguemos”.
Hacer uso de esas fichas significa, en gran medida, elevar el papel del canal, que en diciembre cumplió 25 años bajo control panameño. Vásquez Morales, conocido por todos como Catín, su apodo de infancia, tiene ambiciosos planes para el histórico enlace entre los océanos Atlántico y Pacífico a través del istmo de Panamá: un embalse en el Río Indio, de US$1.500 millones, para enfrentar la escasez de agua agravada por el consumo y el cambio climático; un gasoducto a lo largo de la orilla oeste del canal para transportar líquidos energéticos, reforzando la posición de Panamá como corredor clave para las exportaciones de gas licuado de petróleo de EE.UU. a Asia; y la explotación de puertos y centros de transbordo en ambos extremos del canal.
Esta visión coincide con otros grandes proyectos de infraestructura del Gobierno nacional —desde puertos hasta ferrocarriles y subastas de energía— para consolidar la posición de Panamá como centro logístico de primer nivel. Las tensiones geopolíticas han elevado el valor estratégico del país. Prueba de ello es la compra en abril, en el momento álgido de las amenazas de Trump, del ferrocarril que une los puertos de ambos extremos del canal por parte del gigante naviero danés A.P. Moller-Maersk A/S. De hecho, la guerra comercial de Trump ha sido positiva para el canal, que opera a plena capacidad mientras exportadores se apresuran a mover mercancías antes de nuevos aranceles. Solo el año pasado, el canal transfirió US$2.500 millones al Tesoro de Panamá, equivalente a 8% del presupuesto federal para 2025. Basta con observar la intensa actividad diplomática en Ciudad de Panamá, con visitas políticas de alto nivel y cabildeo discreto pero constante, para entender la atención que recibe el país. Si John le Carré viviera, hallaría aquí material para una secuela de El sastre de Panamá.
Trump se equivocó, y quizá fue insensato, al afirmar que los chinos controlan el canal. Basta con visitarlo para ver que no es solo una maravilla de ingeniería, sobre todo desde que la ampliación de 2016 añadió un tercer juego de esclusas para barcos más grandes. También es una institución comercialmente exitosa y gestionada con eficiencia, guiada por un profundo sentido de responsabilidad nacional. En ese sentido, la Casa Blanca puede estar tranquila: ceder el control del canal a Panamá sigue siendo una de las decisiones más inteligentes que ha tomado EE.UU. en América Latina.
No obstante, Trump acertó al destacar la creciente influencia china en Panamá, irónicamente, una tendencia que se acentuó durante su primera presidencia. En 2017, Panamá rompió relaciones con Taiwán, convirtiéndose en el primer país latinoamericano en unirse a la Iniciativa del Cinturón y Ruta de la Seda; empresas chinas ganaron contratos clave, incluida la construcción de un cuarto puente sobre el canal, con un costo de US$1.400 millones.
Pekín vio en Panamá, un país más pequeño que Carolina del Sur, un enlace estratégico para su expansión en América Latina. Esto se refleja en la disputa por las terminales portuarias de Balboa y Cristóbal, a ambos lados del canal. Las instalaciones forman parte de un acuerdo en el que el magnate hongkonés Li Ka-shing, dueño de CK Hutchison Ltd., vende 43 puertos a un consorcio respaldado por BlackRock Inc. El Gobierno chino se ha opuesto con firmeza y ha amenazado con bloquear el acuerdo, lo que, en esencia, da la razón a las quejas de Trump.
La ironía es notable: Hutchison obtuvo esas concesiones cuando Hong Kong aún era británico, mucho antes de que la competencia entre EE.UU. y China se volviera global. Hoy, esos activos son puntos neurálgicos de la geopolítica. Desde esa perspectiva, la alarma de Washington no es del todo infundada, pese al tono abrasivo de Trump.
El desenlace de este enfrentamiento empresarial es incierto. Pero durante mi viaje, las probabilidades de que China mantuviera el control de esos dos puertos parecían bajas. EE.UU. actúa con fuerza para frenar la presencia china. El presidente José Raúl Mulino ha buscado apaciguar a la Casa Blanca: retiró a Panamá de la Iniciativa del Cinturón y Ruta de la Seda, firmó un acuerdo de seguridad con el secretario de Defensa Pete Hegseth y permitió al ejército estadounidense realizar ejercicios conjuntos para “proteger” el canal el mes pasado. Invalidar la prórroga de esos contratos hasta 2021, como ha pedido el contralor general, parece la vía más factible para mantener contento a Washington, aunque arriesgue la imagen de Panamá como destino favorable a la inversión y provoque un arbitraje internacional.
La estrategia de Trump en Panamá podría ser un modelo para contrarrestar la influencia china en América Latina. Es probable que más empresas estadounidenses compitan en licitaciones y acuerdos comerciales en Panamá y en la región. Pero si Washington cree que esa mano dura funcionará igual en países como Brasil, se equivoca.
Pese al nacionalismo que ha avivado la retórica de Trump, los panameños siguen siendo firmemente proestadounidenses. Los lazos culturales, financieros e históricos con Estados Unidos son demasiado fuertes para romperse. Y en cuanto a China, pocos panameños con los que hablé parecían dispuestos a defenderla, especialmente después de que la Casa Blanca revocara visados a políticos que cuestionaron su relación con el gobierno de Mulino, algo que sorprendió a la élite local.
Como me dijo el exministro de Economía Frank de Lima, refiriéndose a la moneda oficial: “Al final del día, todos los panameños tienen un dólar en la cartera”.
Mulino ha dejado claro que Panamá no quiere tomar partido, una postura que, pese a las presiones de Washington, es la más sensata.
Finalmente, China sigue siendo el segundo usuario más importante del canal, y Panamá tiene una comunidad china que data del siglo XIX. La mejor estrategia es posicionarse como la versión hemisférica de Singapur, manteniendo vínculos sólidos con ambas potencias y defendiendo su autonomía estratégica, clave para la neutralidad del canal.
Lograr ese equilibrio no será fácil para Mulino, de 66 años y cabello plateado, que enfrentó un difícil primer año en el poder, atrapado entre la presión de Washington y un público impaciente, tras ganar las elecciones de mayo de 2024 con solo 34% de los votos. Mulino cuenta con apoyo empresarial y presume logros como la histórica reforma de la seguridad social en marzo y el cierre de la peligrosa ruta migratoria del Tapón del Darién, que cobró más de 170 vidas el año pasado.
Sin embargo, su estilo combativo, su falta de carisma y su mano dura han alimentado tensiones sociales y acusaciones de autoritarismo. Los panameños protestaron por la inflación y el alto costo de vida en 2022, paralizaron el país en 2023 por una mina de cobre de US$10.000 millones y protagonizaron una violenta huelga bananera este año. El país aún sufre las secuelas de la pandemia, cuando un estricto confinamiento redujo casi 20% la economía, destruyó empleos, cerró negocios y duplicó la deuda pública.
Esta frágil paciencia social será puesta a prueba cuando Mulino intente reabrir la mina de cobre de First Quantum Minerals Ltd., cerrada tras la declaración de inconstitucionalidad de su contrato por la Corte Suprema en 2023. En lo económico, el proyecto es atractivo: más de 30.000 empleos y altos ingresos fiscales. En lo político, es riesgoso. Aunque encuestas muestran apoyo creciente a la reapertura si los beneficios se reparten ampliamente, las negociaciones con la empresa canadiense no han comenzado, por lo que es improbable que reinicie este año.
Los recientes disturbios evidencian algo más profundo: el agotamiento de un modelo económico que impulsó décadas de rápido crecimiento pero quedó corto en resultados sociales. A pesar de su entorno libre de impuestos, favorable a los negocios y poco regulado, Panamá atravesó los mismos problemas de otras naciones de la región: crear riqueza sin distribuirla, alta informalidad y corrupción. Según el Banco Mundial, Panamá redujo drásticamente la pobreza en tres décadas, pero sigue siendo muy desigual. En 2023, la pobreza urbana era menor a 5%, pero en áreas indígenas alcanzaba 76%.
A diferencia de otros países, Panamá tiene soluciones al alcance: mejorar la recaudación fiscal, recortar subsidios y regímenes especiales, orientar mejor el gasto social, potenciar el turismo y modernizar la banca. Necesita más emprendedores y menos paraísos fiscales offshore.
Tras un inicio de año difícil, hay señales de recuperación. Se prevé que el PIB crezca 4% este año y el próximo, casi el doble que la media regional. El ministro de Economía, Felipe Chapman, tecnócrata respetado, aplica un ajuste fiscal para proteger la calificación crediticia y reducir el déficit de 7,4% del PIB en 2024 a 3,4% en 2026, reorientando el gasto a áreas de mayor impacto. Una nueva generación de líderes políticos enfocados en transparencia y anticorrupción tiene ahora el bloque más grande en la Asamblea Nacional.
Y, sobre todo, Panamá tiene el canal, la columna vertebral de su futuro. Como me dijo el analista Rodrigo Noriega, la vía acuática es tanto el mayor logro del país como su mayor reto: “Debe ser el punto de partida de un nuevo modelo económico”. Los panameños podrían incluso agradecer a Trump haberles despertado, aunque fuera sin querer, a esta oportunidad histórica.