Esta verdad no admite rodeos: todos los artículos alarmantes que haya leído sobre las consecuencias de la decisión de México de elegir a su poder judicial, en una votación celebrada el domingo, son esencialmente ciertos. Se trató de un ejercicio caprichoso ideado por el presidente Andrés Manuel López Obrador para transformar radicalmente el sistema de justicia de México luego de que los tribunales fallaran en contra del gobierno en varias instancias de su mandato, que concluyó en septiembre.
En los últimos meses de su presidencia, el líder septuagenario conocido como AMLO sacó a relucir su faceta más tecnocrática y decidió actuar con rapidez, rompiendo con lo establecido: la mitad de los jueces del país serían reemplazados, comenzando por la Suprema Corte de Justicia, además se crearía un órgano de supervisión para garantizar que los jueces no se desviaran de sus mandatos. La mitad restante se sustituirá en 2027. No hubo un intento serio por emprender una reforma reflexiva que abordara las innegables deficiencias del sistema judicial, que no era particularmente útil a los mexicanos. Todo debía hacerse con prisa y sin cuestionamientos.
AMLO seguía furioso luego de que los principales jueces bloquearan algunas de sus reformas más ambiciosas, desde una reforma eléctrica nacionalista hasta la transferencia de control de la Guardia Nacional de civiles a militares, sin contar las múltiples apelaciones contra sus megaproyectos de infraestructura. Una vez que logró derrotar a la oposición política formal, el poder judicial se perfiló como el último obstáculo para su ambicioso proyecto político. Poco le importó que elegir a más de 800 jueces entre miles de candidatos desconocidos en distintos niveles judiciales fuera casi imposible. Ese día, los votantes tardaron hasta 30 minutos en emitir sus múltiples votos. Además, los requisitos para los candidatos eran tan laxos que numerosos aspirantes sin preparación se inscribieron para intentar convertirse en jueces.
Frente a tales complicaciones, no sorprende que muchos mexicanos optaran por realizar otras actividades ese fin de semana. Solo cerca del 13% participó en la votación, y casi una cuarta parte de esos votos resultaron nulos o inválidos. The Economist resumió acertadamente el evento al decir que México “será el único país que elige a todos sus jueces”. La renuencia de cualquier otra nación a replicar este experimento institucional lo dice todo.
Algunos argumentan que la baja participación podría perjudicar la legitimidad del proceso. Tal vez. El riesgo de una participación ínfima era previsible: AMLO ya había impulsado un “referéndum” no vinculante en 2018 para cancelar el nuevo aeropuerto de Ciudad de México (participación: 1,2%), otro en 2021 para decidir si investigar a gobiernos anteriores (7,1%), y un tercero en 2022 sobre la revocación de su mandato (17,8%). Pese a estos precedentes, el Gobierno decidió seguir adelante con la votación judicial, a pesar de que el proceso era mucho más complicado para los ciudadanos que una elección ordinaria.
Visto así, el evento del domingo fue en realidad solo una fachada para justificar la reforma del sistema judicial de México: el gobierno puede ahora afirmar que México “es el país más democrático del mundo”, como declaró la presidenta Claudia Sheinbaum, porque casi 13 millones de mexicanos votaron, aunque eso signifique que aproximadamente el 90% del padrón no lo hizo. Se habría argumentado lo mismo si hubiera participado el 25%. O incluso el 1%.
Y ahí radica el aspecto más inquietante de estas elecciones judiciales: son una toma de poder disfrazada de ejercicio democrático. Si los votantes no pudieron decidir informadamente porque el sistema era engorroso; si no se molestaron en participar porque las reglas eran confusas y mal diseñadas; si los aspirantes no representaban a los más capacitados, entonces la ceremonia democrática no fue más que una actuación destinada a proyectar una imagen favorable y los intereses de quienes están en el poder.
Los resultados hablan por sí solos: la mayoría de los nueve candidatos más votados para la Suprema Corte están alineados con Morena, el partido de AMLO. El posible presidente del organismo, Hugo Aguilar Ortiz, es un abogado con trayectoria en defensa de comunidades indígenas, una labor admirable pero con escasa experiencia judicial. Su último cargo fue como promotor de los proyectos de infraestructura del expresidente.
Con esta elección, el movimiento de AMLO garantiza el control efectivo de los tres poderes del Estado mexicano: tiene la presidencia y la mayoría de los gobiernos locales; controla dos tercios del Congreso junto con aliados, lo que le permite modificar la Constitución sin necesidad de recurrir a la oposición. Desde el domingo, cuenta con varias caras conocidas en el Poder Judicial, lo que garantiza que los jueces lo pensarán dos veces antes de volver a desestabilizar al gobierno. Además, mantiene influencia sobre las fuerzas armadas, que hoy gestionan puertos, trenes y hasta hoteles turísticos, tras la militarización de la vida pública bajo su gobierno.
Los partidos de oposición, como el PAN —clave en la transición democrática iniciada en 2000—, deberían hacer un profundo examen de conciencia tras desaprovechar la oportunidad de presentarse como una alternativa viable. No supieron movilizar a la ciudadanía para defender sus derechos ni para mantener una mínima pluralidad política. Su fragilidad no se resolverá ignorando la realidad ni quejándose de su debilidad.
El resultado de todo esto es la consolidación del movimiento de AMLO como la maquinaria política más poderosa entre las democracias más grandes del mundo. Esa fuerza se cimentó en las históricas elecciones del año pasado, cuando Sheinbaum obtuvo casi 60% de los votos. Es innegable que AMLO ha sabido interpretar el ánimo y las demandas del pueblo, forjando un vínculo duradero con los mexicanos.
Pero todo esto plantea una pregunta importante: ¿Renunciaría Morena voluntariamente a este poder si los votantes mexicanos finalmente cambiaran de opinión? Si López Obrador y Sheinbaum aún rechazan la idea de que perdieron las elecciones presidenciales de México en 2006, ¿aceptarían alguna vez una derrota electoral en el futuro ahora que tienen el control absoluto?
Éstas preguntas ensombrecen hoy el futuro de la democracia en México.