El Nobel de Economía 2025 dejó una idea sencilla pero poderosa: para que un país prospere de verdad, no basta con trabajar más o invertir más, tiene que innovar.
El premio a Joel Mokyr, Philippe Aghion y Peter Howitt reconoce décadas de trabajo que muestran cómo las economías salen del estancamiento cuando permiten que nuevas ideas, empresas y tecnologías sustituyan a las viejas.
Detrás está la noción de “destrucción creativa”: el progreso avanza cuando nuevas formas de producir dejan obsoletos procesos, empleos y estructuras anteriores, y la clave ya no es frenar ese proceso, sino aprender a manejarlo.
Aghion y Howitt convierten esa intuición en una herramienta práctica para entender el crecimiento.
Hablan de una “escalera de calidad”, donde las empresas invierten en innovación para subir de peldaño: ofrecer mejores productos, procesos más eficientes y ganar mercado.
Pero cada vez que alguien sube, desplaza a competidores, obliga a reacomodar empleos y vuelve a abrir la competencia. Cuando las políticas públicas protegen demasiado a los ganadores de ayer o cierran la puerta a nuevos jugadores, la escalera se detiene y con ella el crecimiento.
En el libro The Power of Creative Destruction, Aghion resume esta visión en una pregunta simple: ¿cómo logramos que la destrucción creativa genere prosperidad sin romper el tejido social? Su respuesta pasa por el tipo de Estado que construimos. Propone un Estado inversionista que impulse aquello que el sector privado suele financiar poco —ciencia, educación, salud, infraestructura y plataformas tecnológicas— y un Estado asegurador que proteja a las personas frente a los golpes del cambio tecnológico, con seguros de desempleo que funcionen, programas de capacitación y redes básicas de protección. Sin ese segundo pilar, cada ola de innovación se traduce en miedo y resistencia política al cambio.
El libro subraya, además, que el Estado no es el único protagonista. La destrucción creativa ocurre en la tensión permanente entre nuevos entrantes e incumbentes: empresas jóvenes que quieren innovar y ganar mercado contra actores establecidos que buscan mantener sus ventajas. Cuando hay competencia real, los nuevos jugadores presionan a los incumbentes a modernizarse, bajar precios y mejorar calidad. Cuando la competencia se debilita, las grandes empresas usan su poder económico y político para levantar barreras: regulaciones a la medida, permisos difíciles de obtener, trámites que encarecen la entrada. Es una escena que en México nos resulta familiar.
En la última década, México se ha consolidado como uno de los principales ecosistemas emprendedores de América Latina, con startups y unicornios en sectores como fintech y comercio electrónico y una expansión constante del capital de riesgo. Nuevo León, y en particular Monterrey, se han vuelto un epicentro de esa transformación: lideran la atracción de nearshoring, concentran proyectos de manufactura avanzada y empiezan a posicionarse como hub de conocimiento, con parques de investigación, clusters tecnológicos y espacios que conectan ciencia y mercado.
El reto para México va más allá de celebrar unicornios y anuncios de inversión.
Necesitamos un Estado inversionista capaz de apostar de manera sistemática por la ciencia, la educación técnica y superior, la infraestructura digital y los servicios públicos que permiten innovar; y, al mismo tiempo, un Estado asegurador que acompañe a quienes pierden su empleo o deben reconvertirse, para que el cambio no se viva como amenaza sino como oportunidad.
Igual de importante es tomarse en serio la política de competencia: evitar que sectores clave se vuelvan clubes cerrados, reducir las barreras regulatorias para abrir y hacer crecer empresas y cuidar que los grandes jugadores —industriales, financieros o digitales— no usen su poder para bloquear a quienes vienen detrás.
En un estado tan dinámico como Nuevo León, la diferencia entre un ecosistema vibrante y uno capturado puede estar en qué tan fácil es que un startup se vuelva proveedor relevante de una gran cadena de valor.
Los hubs de emprendimiento y las universidades de clase mundial son un punto de partida, no de llegada. El siguiente paso es pasar del nearshoring de bajo costo al aprovechamiento del conocimiento técnico: que desde Ciudad de México, Guadalajara y Monterrey se diseñen productos, procesos y modelos de negocio, y no solo se ensamblen ideas ajenas.
El Nobel de Economía 2025 no es solo un reconocimiento académico; es una advertencia.
El crecimiento no está garantizado. Para México y para Nuevo León, la elección es clara: o construimos un Estado que invierte en lo que los privados no hacen mientras deja que las ideas compitan aunque “destruyan”, o veremos cómo otros países convierten la destrucción creativa en prosperidad mientras nosotros nos quedamos, otra vez, en la periferia del cambio.
Rodrigo Fenton Ontañón es economista y Director de Programas en la Escuela de Negocios del ITESM Campus Monterrey. Se agradecen comentarios a: rfenton@tec.mx