Monterrey

Adriana del Rosario: Ética contable en el siglo XXI

Entre la presión y la responsabilidad.

Cuando las cifras financieras se convierten en instrumentos de narrativa más que de verdad, se abre una grieta silenciosa en la arquitectura institucional de cualquier economía. En un entorno donde los estados financieros definen políticas, inversiones y percepciones sociales, la figura del contador público deja de ser un simple intérprete técnico para convertirse en un agente ético con responsabilidad estructural.

Hoy la contaduría, adicional al enfrentamiento normativos y tecnológicos, lidia con la presión creciente que reconfigura su papel interno desde: expectativas corporativas que priorizan la rentabilidad inmediata, incentivos fiscales cuya aplicación se vuelve ambigua y estructuras organizacionales que, en muchos casos, normalizan la flexibilidad ética como parte del desempeño eficiente.

El valor ético no es exclusivo de la contaduría; más bien es un componente esencial de toda profesión, y, en última instancia, de toda vida humana. Actuar con valores morales, es una condición indispensable para asumir responsabilidades con integridad.

Desde el ámbito contable, el actuar ético, adquiere mayor relevancia, ya que, ser contador va más allá de traducir cifras, conlleva actividades importantes como: certifica hechos, respalda decisiones clave y, con frecuencia, otorgar legitimidad a procesos que trascienden lo meramente técnico; rigiendo su criterio bajo marcos normativos ejerciendo sus principios de honestidad para afrontar convicciones firmes, capaces de resistir la presión del corto plazo o de intereses circunstanciales.

La transformación digital de los sistemas fiscales y la automatización de procesos han avanzado de forma acelerada; sin embargo, en muchos casos, se deja de lado un fortalecimiento proporcional de la formación ética de quienes operan ese sistema. Como consecuencia, múltiples decisiones contables se toman con base en lo técnicamente permitido y correlativamente en función de lo estratégicamente conveniente, incluso cuando eso implica acercarse al límite de lo moralmente aceptable.

Antes de simplemente señalar una crisis generalizada de valores profesionales, es conveniente visibilizar una tensión estructural: el ejercicio contable se encuentra, con creciente frecuencia, en la intersección entre lo legal y lo legítimo, entre lo que puede justificarse ante una auditoría y lo que, por principios, debería ser rechazado. Esta zona gris no siempre es evidente ni sencilla, y su complejidad se acentúa cuando las condiciones institucionales no favorecen ni protegen la independencia del juicio profesional.

En este contexto, los incentivos fiscales, diseñados para estimular sectores económicos, pueden prestarse a una aplicación flexible cuando no existe una cultura profesional anclada en principios sólidos. Más allá del cumplimiento formal, lo que está en juego es el propósito original de dichos instrumentos: ¿Se aplican para fomentar el desarrollo productivo o para facilitar esquemas de elusión fiscal técnicamente válidos, pero éticamente cuestionables?

La respuesta a ese dilema comienza en la formación académica. En muchas universidades, los contenidos éticos siguen tratándose como temas complementarios, relegados a unas cuantas sesiones aisladas. Pero formar profesionales íntegros no es un acto espontáneo: requiere una pedagogía transversal, discusión crítica, y, sobre todo, exposición a escenarios reales donde los estudiantes enfrenten dilemas similares a los que vivirán en su práctica profesional. Sin esa preparación, egresan con dominio técnico, pero sin brújula moral.

Sin embargo, la responsabilidad no recae únicamente en el individuo. Las organizaciones tanto públicas y privadas tienen el deber de construir entornos donde la integridad sea una práctica cotidiana. Evitando que la verdad represente un riesgo laboral y el silencio se convierta en una estrategia de protección, ya que al no ser así el sistema contable pierde su función social y se transforma en una herramienta de simulación con consecuencias graves, afectando directamente la confianza de los mercados, la calidad del gasto público, la distribución de recursos y, en última instancia, la legitimidad de las instituciones.

Un estado financiero que no refleja la realidad no es solo un error técnico: representa una ruptura con el deber público del contador.

Por ello, se impone un cambio de paradigma. La contaduría debe ser concebida como una profesión estructuralmente ética, cuyo ejercicio va ligado al impacto social de sus decisiones. Detonando como prioridad fomentar una cultura profesional que reconozca la integridad por encima del resultado inmediato y que habilite espacios para la denuncia, el diálogo y la formación continua, donde se fortalezca la autonomía del juicio técnico.

México avanza hacia un modelo económico más digital, global e interdependiente. En este nuevo escenario, el contador público debe dominar marcos normativos y herramientas tecnológicas y por subsecuente ejercer como garante de la veracidad financiera. Y en esa tarea, la técnica seguirá siendo necesaria, pero será la ética la que marque la diferencia entre una contaduría subordinada a intereses particulares y una profesión comprometida con el bienestar colectivo.

Promover una práctica contable ética no es una opción. Es una urgencia institucional. Dado que los números dejaron de ser solo informativos, más bien construyen realidad. Y cuando esa realidad se distorsiona desde los asientos contables, lo que está en juego es no solo en términos numéricos, sino la confianza misma en el orden económico.

La autora es Miembro de la Comisión de Ética del ICPNL.

Contacto: adriana.galindo09@hotmail.com

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