Ante la urgencia climática que avanza sin tregua, la realidad del dinero y las fuentes de financiamiento han dejado de ser una nota a pie de página para convertirse en el eje central de las cumbres internacionales.
La meta global sigue siendo mantener el calentamiento por debajo de 1.5°C, pero para lograr este panorama, la inversión mundial requerida no se mide en millones, sino en billones de dólares anuales.
Sin embargo, los flujos financieros actuales no están a la par de la ambición requerida para la adaptación climática y la transición energética; este “nudo del financiamiento climático” se ha constituido como el principal foco de tensión en las negociaciones globales.
Para hacernos una idea, el panorama exige movilizar al menos entre $4 y $6 billones de dólares anuales hasta 2030, lo cual implica transformar completamente economías, infraestructuras y sistemas de producción si se quiere cumplir con lo firmado en los Acuerdos de París.
Si bien, la agenda de las COP busca “liberar” ese flujo de capital, convocando a iniciativas gubernamentales, del sector privado o una combinación de ambas para su desarrollo, se está viendo un peligro en el sistema financiero internacional que sigue anclado a la lógica de riesgo y retorno, limitando así el acceso de financiamiento a los países que más necesitan apoyo para lograr proyectos completos de cumplimiento climático.
Entonces hay una preocupación latente: ¿cómo “movilizar” esos capitales? Se requiere reconfigurar las reglas del juego financiero global, reformar los bancos de desarrollo, crear fondos mixtos público-privados y asegurar instrumentos innovadores (bonos verdes o mecanismos de financiamiento de carbono) pensados no en una rentabilidad a corto plazo sino en garantías con transición justa.
Otro punto crucial en este proceso es el cumplimiento de lo pactado por los países desarrollados atada a las promesas de movilizar 100 mil millones de dólares anuales para apoyar en la adaptación y mitigación de la acción climática a los países en desarrollo.
Y aunque las cifras absolutas pueden parecer un monto alto, resulta mínimo frente a las necesidades reales y las pérdidas crecientes presentados a nivel mundial causada por los eventos climáticos extremos.
La justicia financiera implica reconocer que no todos parten del mismo punto ni tienen la misma responsabilidad histórica. Para muchos países del Sur Global, la deuda externa, la falta de acceso a crédito y las condiciones impuestas por organismos financieros internacionales constituyen barreras estructurales para invertir en resiliencia.
De ahí surge la demanda por un alivio de deuda vinculado a objetivos climáticos, así como la necesidad de fondos concesionales y donaciones, no solo préstamos.
El Fondo de Pérdidas y Daños, aprobado en la COP27, representó un avance simbólico: por primera vez se reconoció la obligación moral y política de compensar a las comunidades que ya sufren impactos irreversibles.
Sin embargo, la falta de capitalización efectiva amenaza con convertirlo en un gesto vacío. Sin recursos frescos, el fondo será otra promesa más en el inventario de la inacción.
La justicia climática trasciende el mero monto de dinero disponible; se trata de su accesibilidad, oportunidad y condiciones. El mandato de Naciones Unidas es claro: la transición energética es inevitable, pero debe ser justa, equitativa y sostenible.
De lo contrario, la carrera por las energías limpias, los minerales críticos y las nuevas cadenas de valor verdes corre el grave riesgo de reproducir las mismas asimetrías de poder que definieron la era del petróleo y el carbón, generando una nueva fuente de desigualdad global.
Próximos a una nueva cumbre (COP30), desatar el nudo del financiamiento climático exige ir más allá de los discursos y las cifras.
Se requiere de voluntad política real, cooperación multilateral genuina y una redefinición profunda del papel del dinero en esta lucha. Desatar este nudo no es una opción; es un imperativo indispensable para que la acción climática deje de ser una promesa aplazada y se convierta en una realidad compartida.
La autora es Profesora e investigadora del Departamento de Contabilidad y Finanzas del Tecnológico de Monterrey, Campus Monterrey.