Monterrey

Ichak Adizes: Educar para liderar: entre teoría y humanidad

Muchos profesores de negocios jamás han tenido que dirigir una organización real.

En la mayoría de las escuelas de negocios se enseña a tomar decisiones: de marketing, de finanzas, de operaciones. Se da por hecho que, si la decisión es buena, será implementada. Pero en la realidad, la implementación es mucho más difícil que la decisión misma.

¿Por qué? Porque implementar decisiones requiere movilizar voluntades, negociar intereses y lograr colaboración entre personas que no siempre comparten las mismas prioridades. En otras palabras: requiere política. Y la política, entendida como el arte de alinear a las personas, rara vez se enseña en los programas de MBA.

Muchos profesores de negocios jamás han tenido que dirigir una organización real. Su trayectoria va de la preparatoria a la licenciatura, de ahí a la maestría y al doctorado, y después a la cátedra. Sin haber vivido los dolores de implementar un cambio en el mundo real. Yo mismo empecé así.

Lo descubrí la primera vez que me pidieron ayudar a transformar un banco enorme, con miles de empleados y estructuras muy rígidas. Ningún libro académico me daba respuesta a la pregunta central: ¿cómo lograr que la gente cambie su forma de trabajar? Ahí entendí que la verdadera brecha en la educación en liderazgo no está en la teoría de la decisión, sino en la práctica de la implementación.

Las escuelas de negocios, en su esfuerzo por ganar legitimidad académica, han privilegiado la investigación teórica sobre la experiencia práctica. Lo “científico” se considera más valioso que lo vivido en el terreno. Desde entonces, la investigación abstracta se premia más que la experiencia real.

El resultado es claro: formamos graduados que saben analizar, pero no saben implementar. Jóvenes brillantes que acaban en consultoría o banca de inversión, pero pocos que puedan liderar cambios dentro de organizaciones.

En regiones como Nuevo León, donde el dinamismo empresarial convive con profundas brechas sociales, el liderazgo no puede limitarse a la toma de decisiones técnicas. Las empresas enfrentan el reto de implementar cambios que no solo optimicen procesos, sino que movilicen voluntades en contextos complejos.

En el ecosistema industrial de Monterrey, por ejemplo, muchas organizaciones están descubriendo que la sostenibilidad no depende solo de la innovación tecnológica, sino de la capacidad de sus líderes para generar cohesión interna, construir confianza y alinear equipos diversos.

La educación en liderazgo debe responder a esa realidad: formar personas capaces de transformar no solo indicadores, sino culturas organizacionales.

Si miramos la evolución del liderazgo, vemos un patrón. En sociedades primitivas, el líder era el más fuerte físicamente. En la revolución industrial, el poder estaba en el que sabía planear y administrar. Hoy, en la era digital, la inteligencia domina… pero la inteligencia ya está siendo reemplazada por la inteligencia artificial.

¿Qué nos queda entonces? El corazón. Valores, humanidad, compasión. Capacidades que ninguna máquina puede replicar.

El liderazgo del futuro no se definirá por lo que alguien sabe, sino por quién es. Y eso no se enseña con libros ni conferencias. Se aprende en la experiencia, trabajando con los que más necesitan, enfrentando realidades que nos obligan a ser humanos.

Si queremos preparar líderes para un futuro incierto, debemos transformar cómo educamos en liderazgo. No basta con cursos técnicos ni con teorías abstractas. Necesitamos formar personas que, además de cerebro, tengan corazón. Porque sin corazón, la humanidad corre el riesgo de repetir sus capítulos más oscuros.

El autor es consultor de gestión global, como fundador y director ejecutivo del Instituto Adizes, ha dedicado su carrera para ayudar a organizaciones a mejorar su desempeño y efectividad a través de la Metodología Adizes.

www.Adizes.com

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