Desde que se publicó en 2016, el Código de Red se convirtió en una referencia inevitable para la operación del sistema eléctrico en México.
Pero lo interesante no ha sido su contenido técnico, sino la forma en que las empresas lo han ido aceptando.
Su adopción no ha seguido una línea recta: ha tenido olas, pausas y repuntes, dependiendo más de los cambios políticos y económicos del país que de la lógica regulatoria.
La primera ola, entre 2018 y 2019, estuvo marcada por el entusiasmo de los grandes corporativos nacionales e internacionales. Para ellos, acostumbrados a navegar estándares regulatorios en múltiples países, el Código fue casi un trámite natural.
Lo adoptaron como parte de su cultura de cumplimiento y lo vieron como una oportunidad para profesionalizar el sistema eléctrico mexicano.
La segunda ola llegó con el llamado “Código de Red 2.0”, justo cuando surgió la incertidumbre por la iniciativa de reforma a la Ley de la Industria Eléctrica y las propuestas de debilitar a los órganos reguladores.
En ese ambiente, muchas empresas prefirieron esperar. Aun así, el CENACE dio un paso clave: exigir el cumplimiento como condición para autorizar nuevos contratos de conexión. Esa medida empezó a marcar la diferencia. El fenómeno del nearshoring también empujó el tema, aunque la limitada capacidad de la red nacional frenó lo que pudo ser un verdadero auge.
La tercera ola es la que vivimos hoy. La chispa la encendieron dos factores: los cambios tarifarios en el factor de potencia mínimo, que afectaron directamente los recibos de electricidad, y la nueva Ley del Sector Eléctrico, que elevó la percepción de riesgo regulatorio. De repente, empresas medianas y hasta jugadores que antes ignoraban el tema comenzaron a verlo como requisito práctico para ser competitivos. Cumplir dejó de ser un lujo para convertirse en necesidad.
Se suele preguntar si existen penalizaciones. La respuesta es que las multas no han sido el principal motor. El verdadero costo de incumplir es quedarse fuera. Sin cumplir, el CENACE no autoriza nuevas conexiones.
Más que castigo, el Código se volvió un filtro. Y para las compañías globalizadas pesa otro factor: ninguna quiere que, en una auditoría internacional, aparezca un flanco débil en su cumplimiento.
Pero el fondo del asunto no está en las sanciones. La importancia del Código radica en equilibrar la confiabilidad del sistema con la eficiencia económica. Si se apuesta solo por el costo inmediato, el país corre el riesgo de tener una red frágil.
Si se exagera en la seguridad, el sistema puede ser tan robusto como incosteable. El Código ordena esas prioridades y marca un camino de equilibrio: energía confiable y competitiva a la vez.
La mayoría de países sudamericanos cuentan ya con un Código de Red. Y si bien en Estados Unidos no existe uno único, todas las utilities tienen el propio y cada vez lo hacen cumplir con más rigor.
Y hay un ángulo más: el Código no es solo un marco regulatorio, puede convertirse en motor de crecimiento industrial. China lo entendió bien. En 1990 impuso obligaciones similares y de ahí nació una industria gigantesca de electrónica de potencia que hoy exporta al mundo entero.
Además, cumplir no solo evita riesgos, también genera valor. Existen casos que lo demuestran. Una siderúrgica que instaló un STATCOM de 320 MVAr no solo cumplió, también incrementó su productividad en acero en 7%.
Una armadora automotriz estadounidense estabilizó su operación y dejó de sufrir paros de producción, recuperando la inversión en menos de año y medio.
En minería, una compañía diseñó su proyecto para financiarlo únicamente con los ahorros en sus recibos: durante tres años el sistema se paga solo y, a partir de ahí, todo es beneficio neto.
Son ejemplos que muestran que cumplir no significa gastar por obligación, sino invertir con inteligencia. En Diram lo hemos visto de primera mano: solo con los contratos firmados con privados hemos aportado a la red una cantidad de potencia reactiva equivalente a lo que CFE ha instalado en seis años. Esa cifra revela que el sector privado no solo responde a la norma, sino que puede impulsar la transformación energética del país.
En México, una política coherente de cumplimiento podría detonar capacidades tecnológicas, generar empleos especializados y reducir nuestra dependencia de proveedores extranjeros.
Hoy más que nunca, cumplir con el Código de Red no es una opción: es la diferencia entre rezagarse en la incertidumbre o convertirlo en palanca de competitividad, innovación y crecimiento para todo el país.
El autor es fundador y presidente de DIRAM, empresa especializada en soluciones para calidad de energía y electrónica de potencia, con más de 30 años de trayectoria en México.