Monterrey

Robert G. Papp: Los límites de la diplomacia en la resolución de conflictos

En el estudio de las relaciones internacionales, es un principio ampliamente aceptado que todas las guerras concluyen en la mesa de negociaciones.

En apariencia, esta afirmación es verdadera. Los altos al fuego se declaran, los tratados se firman, se cede territorio, se pagan reparaciones y se otorgan garantías de seguridad; todo ello fruto de negociaciones diplomáticas.

Es difícil hallar algún ejemplo en el que no haya sido así. Sin embargo, si analizamos con mayor detenimiento, aunque la diplomacia puede incidir en la forma en que se trata al bando derrotado, rara vez interviene en la determinación del resultado final de las condiciones fundamentales en las que se acuerdan los términos de la paz.

Los conflictos armados terminan únicamente cuando una o más de las partes involucradas deciden que han llegado al límite de lo tolerable en el campo de batalla.

Por ejemplo, la Primera Guerra Mundial concluyó cuando los alemanes, a pesar de no haber sido derrotados totalmente, comprendieron que su sociedad y su economía se desmoronaban y que sus ciudadanos habían perdido la voluntad de luchar.

La “diplomacia” que puso fin a la guerra estuvo tan marcada por el orgullo nacional y el deseo de venganza de los vencedores, que sentó las bases para otra guerra mundial apenas dos décadas después. La Segunda Guerra Mundial también concluyó por medio de la diplomacia.

En el caso de Alemania, sin embargo, el conflicto terminó realmente cuando los soviéticos tomaron Berlín, y en Japón, después de los bombardeos incendiarios sobre Tokio y el empleo de dos bombas atómicas por parte de Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki. ¿Hubo diplomacia que matizó estos desenlaces? Sin duda, pero desempeñó un papel limitado en la finalización de la guerra.

México, sin duda, tiene experiencia en este tipo de procesos. La llamada “Guerra de México” o “Guerra México-Estados Unidos” de 1846-1848 concluyó con el Tratado de Guadalupe Hidalgo, mediante el cual México perdió el 55 por ciento de su territorio.

México había sido derrotado militarmente y su capital estaba ocupada. Esto, y no la diplomacia, fue lo que puso fin a la guerra. Incluso podría haberse dado la anexión total del país dadas las circunstancias militares y el estado de caos del gobierno mexicano en aquel momento.

No obstante, hubo una concesión diplomática, en la que Estados Unidos pagó una suma simbólica de 15 millones de dólares a México como compensación por la “extensión” de las fronteras estadounidenses y condonó algunas deudas mexicanas.

Otro tratado, varios años después, condujo a la venta por parte de México de partes de Arizona y Nuevo México, esta vez por un precio al menos relativamente mejor de 10 millones de dólares. Si bien este fue un acuerdo pacífico y “negociado”, México apenas pudo modificar el resultado fundamental.

Por lo que respecta a la ocupación francesa de México en 1861-1867, ésta concluyó mediante la acción militar mexicana y el fusilamiento del emperador Maximiliano más que por esfuerzos diplomáticos.

¿Qué implica esto para México hoy en día? Podemos iniciar con la vieja máxima de que “la fuerza hace el derecho”. La diplomacia tiene valor, y el tema de la soberanía, tan central en la política exterior de la presidenta Sheinbaum, constituye una norma diplomática apreciada que, en efecto, debe defenderse.

No obstante, la observación de los acontecimientos en Gaza, Yemen, Irán y Ucrania nos advierten que no debemos tomar con demasiada seriedad estas sutilezas y formalidades diplomáticas.

Algunos podrían argumentar que las negociaciones pueden desempeñar un papel esencial en la resolución de conflictos, como en el caso reciente del prolongado conflicto entre Azerbaiyán y Armenia, los breves combates fronterizos entre Camboya y Tailandia, o los enfrentamientos en el este del Congo. Si bien es justo reconocer y elogiar estos esfuerzos diplomáticos, la realidad es más compleja.

En cada uno de estos casos existieron factores militares, políticos y socioeconómicos determinantes que llevaron a las partes a desear dejar de luchar; la diplomacia sin duda coadyubó, pero no fue la causa principal que motivó la búsqueda de la paz. En primer término, los actores involucrados debieron tener la voluntad para que así ocurriera. Cuánto tiempo persistirán estos acuerdos de paz, y con qué consecuencias imprevistas, siguen siendo interrogantes abiertas.

Al final del día, las naciones deben negociar desde una posición de fuerza, en lugar de confiar únicamente en las “normas y prácticas diplomáticas”, el “derecho internacional”, o en la esperanza de que las Naciones Unidas u otros actores ofrezcan una solución justa y equitativa.

En el continente americano, la experiencia común son los conflictos de baja intensidad que no llegan a la guerra abierta, como el combate al crimen organizado, las insurgencias, los regímenes corruptos y las dictaduras.

Aquí, la negociación puede ser una herramienta eficaz, pero al igual que en la guerra abierta, la fuerza puede resultar el elemento decisivo.

De hecho, Venezuela podría ser el próximo escenario donde se pongan a prueba los límites de la diplomacia; o quizá el siguiente desafío surja aún más cerca de casa.

El autor es Doctor por la Universidad de Columbia, Estados Unidos, consultor, conferencista y experto en política internacional y asuntos globales, exdirector del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales del Tecnológico de Monterrey.

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