La inflación no es un simple indicador macroeconómico: es la forma más perversa de erosión social.
Se comporta como un impuesto invisible, no aprobado en el Congreso, que se cobra día a día en los bolsillos de la mayoría.
Y lo más grave: afecta con mayor crudeza a quienes menos tienen, porque son los que destinan casi todo su ingreso a consumir, y consumir es cada vez más caro.
En México, donde el 54% de la población ocupada sobrevive en la informalidad, la inflación es aún más devastadora.
En ese sector no existen contratos, prestaciones ni mecanismos de indexación salarial. El trabajador informal recibe hoy lo mismo que ayer, pero al ir al mercado compra menos.
En ese universo, que representa a más de la mitad del país, la inflación no solo reduce poder adquisitivo: roba futuro.
Los datos lo confirman: el valor de la canasta alimentaria alcanzó en 2024 los $2,363.67 en zonas urbanas y $1,799.71 en rurales, cifras 4.1% y 3.2% mayores que un año antes.
Para un hogar en pobreza laboral, ese incremento es la diferencia entre tres comidas diarias o dos.
Según estimaciones oficiales, cada punto porcentual adicional de inflación eleva en 0.84% la tasa de pobreza.
Es decir, millones de personas pueden caer en la pobreza extrema solo porque la tortilla, el huevo o el frijol subieron unos pesos. Pero la inflación no surge de la nada. Tiene responsables. Y aquí aparece la irresponsabilidad del gasto público.
Cuando el Estado gasta más de lo que ingresa, incurre en déficit que presiona la demanda agregada y alimenta presiones inflacionarias.
El dinero barato, las transferencias sin disciplina, los subsidios mal diseñados y los proyectos sin rentabilidad social terminan traduciéndose en precios más altos.
Es, literalmente, trasladar el costo de la improvisación política al ciudadano común. Por eso la inflación debe ser tratada como lo que es: una forma de violencia económica contra las mayorías.
El castigo no puede limitarse al ajuste técnico de la política monetaria.
Se debe sancionar —en lo legal, lo político y lo ético— a quienes participan directa o indirectamente en su propagación: funcionarios que gastan sin planeación, empresas que coluden para fijar precios, legisladores que aprueban presupuestos clientelares, monopolios que bloquean la competencia.
La inflación, en un país desigual, es siempre el resultado de decisiones, no de fatalidades. El camino es claro: disciplina fiscal contracíclica, un banco central autónomo y creíble, y una economía más competitiva que derribe costos artificiales.
Mientras tanto, se requieren apoyos focalizados que protejan al 54% que vive en la informalidad, porque ahí no hay contratos que compensen el alza de precios.
La inflación, repetimos, es el impuesto más caro y el más injusto: se paga sin recibo, sin explicación y sin alternativa.
Y si no exigimos consecuencias a quienes la provocan, lo que estamos normalizando no es solo el encarecimiento de la vida, sino la condena del país a un futuro de estancamiento.