Monterrey

Rogelio Segovia: ¿Oootra vez un CEO?

Director general de una firma tecnológica fue captado en un concierto de Oasis besando a una colaboradora.

Este domingo compartí en redes una reflexión acerca de un, aparentemente, nuevo escándalo de un CEO. Casi calcado del triste espectáculo anterior, sobre todo por las implicaciones morales para quienes estuvieron involucrados. Sí, me refiero al caso del aparente romance entre el CEO y la CHRO de una empresa estadounidense, captado en la kiss cam de un concierto de Coldplay.

Hace unos días, el Financial Times expuso otro caso bastante similar. En esta ocasión, el director general de una empresa tecnológica fue sorprendido en un concierto de Oasis besando apasionadamente a una colega.

La secuencia es conocida: exposición pública, rumores en redes sociales y daño inmediato a la reputación de la compañía.

Como bien mencionó un colega en mi publicación del pasado fin de semana, primero surge la duda de la coincidencia: ¿en serio volvió a pasar? O, citando sus palabras: “¿Y si se tratara de hagamos lo mismo para hacernos famosos y que esa fama nos traiga más dinero?”

Fuere como fuese, surge nuevamente la pregunta de cómo abordar estos casos. Mi postura, en general —y que compartí en la publicación que mencioné al inicio— es clara: lo relevante, y aquí es donde debemos ser firmes sin hablar desde un púlpito de moralidad, no es el adulterio, sino si se violaron las políticas internas, como la prohibición de relaciones en el trabajo. El dilema no es moral, sino corporativo.

Pero toda decisión —especialmente las corporativas— está inmersa en dilemas éticos y morales. No por nada muchas organizaciones cuentan con manuales (o más bien, reglas) que orientan la toma correcta de decisiones.

Ante esto, otro lector de aquella publicación, Rafa Mier, autor del libro Hombres Rotos. La historia de un hijo y su padre, plantea las siguientes preguntas: ¿Hasta dónde llega la jurisdicción de los reglamentos internos? ¿Intentar prohibir las relaciones personales vulnera derechos fundamentales? ¿Es realista imponer tales restricciones cuando los romances laborales son tan comunes? Y, sobre todo, ¿cómo asegurar una aplicación coherente y no discriminatoria de estas políticas, sin importar el nivel jerárquico?

Dado lo provocativo, pero también profundo, de estas preguntas, intentaré dar respuesta a través de mi opinión personal.

En principio, una empresa no puede regular el comportamiento de la vida privada de sus trabajadores, únicamente el que se circunscribe al ámbito laboral. Y no, no es necesario que la Ley Federal del Trabajo lo tipifique. Puntualmente: el mero hecho de tener un romance con un colega no justifica un despido.

Como todo, esto tiene excepciones importantes, siempre y cuando el romance trascienda al ámbito laboral de tal manera que afecte el desempeño, la disciplina o genere conflictos, actos de inmoralidad o situaciones que puedan considerarse hostigamiento o acoso sexual. Y aunque un romance no necesariamente encaje en esas causales, sí puede derivar en problemas de favoritismo, distracciones que reduzcan la productividad, conflictos entre compañeros o un entorno laboral tóxico.

Si esto sucede, la relación deja de ser un asunto puramente privado para convertirse en un tema corporativo legítimo.

Un caso reciente en México involucró a dos trabajadores del IMSS captados besándose en horario de servicio y descuidando a los pacientes; la institución confirmó que no toleraría ese comportamiento y evaluó sanciones, apoyándose en la obligación de los empleados de cumplir sus funciones. Aquí no se castiga el romance en sí, sino el haberlo manifestado de forma inapropiada en horas de trabajo, afectando la operación.

Por esto mismo, prohibir relaciones románticas violaría derechos humanos y laborales, ya que la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos protege derechos como la libertad de asociación, la privacidad y la dignidad. O dicho en otras palabras: una empresa no puede prohibir a un trabajador con quién sí y con quién no tener una relación de cualquier tipo.

Desde una perspectiva filosófica y ética, intentar prohibir relaciones consensuadas entre adultos plantea el dilema de si, en el fondo, se está convirtiendo a las personas en propiedad de la empresa, limitando su autonomía y vida privada.

Intentar prohibir una relación de cualquier tipo dentro de la empresa es ingenuo e incluso supone negar la realidad. La segunda actividad que más realiza el ser humano a lo largo de su vida —después de dormir— es acudir al trabajo. Pasar en promedio 48 horas o más a la semana en el mismo lugar naturalmente propicia amistades e incluso relaciones sentimentales.

Y aunque este tema da para mucho más —y por cuestión de espacio no podemos extendernos tanto como quisiéramos—, en resumen podemos decir que establecer una prohibición absoluta luce poco realista.

Lo que deben hacer las empresas es encauzar estas situaciones mediante reglas claras que mitiguen riesgos y, solo cuando la relación afecte a terceros o a la propia organización (por ejemplo, por nepotismo, conflicto de interés, acoso o impacto reputacional serio), debería poder tomarse la decisión de una desvinculación de ambas partes. Insisto en esto último porque en estas situaciones no hay margen para la incongruencia: no se puede sancionar a una parte y proteger a la otra.

El autor es Doctor en Filosofía, fundador de Human Leader, Socio-Director de Think Talent, y Profesor de Cátedra del ITESM.

Contacto: rogelio.segovia@thinktalent.mx

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