La reciente publicación de los datos de la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (ENIGH) 2024 y el reporte del INEGI sobre pobreza sustituyendo las funciones del antiguo CONEVAL han sido recibidos con relativo optimismo, particularmente por los partidarios de las administraciones vinculadas al partido en el poder.
Según las cifras oficiales derivadas de estas encuestas, alrrededor de 8.3 millones de personas salieron de la pobreza en los últimos dos años, mientras que la pobreza extrema se redujo en 2.1 millones. Si tomamos como referencia el sexenio completo del presidente López Obrador, la reducción acumulada sería de 13.4 millones de personas en pobreza y 1.7 millones en pobreza extrema.
A primera vista, se trata de un logro notable y digno de reconocimiento. Sin embargo, un examen más profundo revela que este éxito pudiera ser frágil, y que sus cimientos descansan sobre fundamentos inestables en el largo plazo. Para entender esta aparente paradoja, conviene observar el contexto económico general de estos resultados.
Durante gran parte de los últimos seis años, el PIB per cápita en México prácticamente no creció, y lo que es más, enfrentó cambios estructurales importantes derivados de la pandemia por COVID-19. La economía experimentó estancamiento, baja inversión y una débil creación de empleo formal.
Y sin embargo, la ENIGH reporta un incremento real acumulado de 15.7% en los ingresos de los hogares entre 2018 y 2024, impulsado principalmente por ingresos laborales, pensiones y transferencias de programas sociales.
El factor trabajo habría aumentado su participación en el PIB, mientras que el factor capital la redujo. Esto no significa que el pastel productivo se agrandara, sino que la distribución se modificó: más para quienes dependen del salario, menos para quienes reciben rentas de capital.
El problema de fondo es que, en ausencia de crecimiento real sostenido, estas mejoras en ingreso disponible no necesariamente son permanentes, mas cuando buena parte del aumento se explica por transferencias públicas, incrementos salariales derivados de política gubernamental o factores coyunturales.
Por lo anterior, la reducción de la pobreza podría revertirse ante una crisis fiscal, un choque externo o un deterioro del mercado laboral. Las experiencias internacionales muestran que la salida sostenible de la pobreza requiere, además de redistribución, aumentos de productividad, acumulación sostenida de capital humano y un entorno macroeconómico dinámico que promueva la inversión tradicional.
Pero incluso si aceptamos las cifras de ingreso como correctas, persiste un problema crítico: las carencias sociales. El reporte del INEGI indica que, aunque la proporción de la población con carencia de servicios de salud se redujo del 39.1% al 34.2% entre 2022 y 2024, esta sigue siendo 18 puntos porcentuales más alta que en 2018.
En otras palabras, hoy hay menos pobreza medida por ingresos, pero una proporción significativamente mayor de mexicanos carece de acceso a atención médica que hace seis años. Esta brecha no es trivial ya que muestra los grandes niveles de vulnerabilidad social: la pérdida de salud puede empujar rápidamente a un hogar de nuevo a la pobreza, incluso si sus ingresos actuales son suficientes para superarla en términos estadísticos, ya que dichas transferencias pueden ser insuficientes para cubrir necesidades contingentes en materia de salud.
La misma lógica aplica a otras dimensiones del bienestar: educación, vivienda, acceso a servicios básicos. El ingreso puede comprar ciertos bienes y servicios, pero no siempre garantiza el acceso efectivo a derechos fundamentales. La pobreza multidimensional fue concebida justamente para evitar que un aumento temporal en el ingreso “oculte” privaciones persistentes. Que las cifras oficiales muestren avances en ingresos pero rezagos en carencias estructurales debería encender alertas.
A lo anterior se suman dudas metodológicas sobre la consistencia de los datos de la ENIGH. Algunos resultados desafían la lógica económica. Por ejemplo, el 30% más pobre de la población habría visto crecer sus ingresos laborales reales en 29% durante el sexenio, a pesar de que el número promedio de perceptores por hogar cayó de 2.4 a 2.2, en un contexto sin crecimiento del PIB per cápita. ¿Se explica todo por el aumento del salario mínimo y su potencial efecto indirecto sobre otros salarios? ¿Hubo una mejora tan notable en productividad? ¿O estamos frente a un problema de medición o de declaración de ingresos?
Como lo han apuntado inverstigadores y especialistas como Enrique Cárdenas y Enrique Quintana, los datos de programas sociales y remesas ilustran tambien estas inconsistencias. Según la ENIGH, los hogares reciben en promedio 1,394 pesos mensuales de programas sociales (excluyendo pensiones), pero el gasto público reportado indica que deberían recibir 1,707 pesos, una diferencia de 22.4%. En el caso de remesas, la discrepancia es aún más pronunciada: los hogares reportan 199 pesos mensuales, cuando el monto total enviado al país, según el Banco de México, implicaría casi 13 veces esa cantidad. Este subregistro distorsiona el cálculo del ingreso y, por ende, las mediciones de pobreza.
La falta de una revisión independiente y profunda de la ENIGH por parte de una comisión académica —algo que especialistas han solicitado por más de una década— aumenta también la incertidumbre.
Ahora, con la desaparición del Coneval y la concentración de funciones en el INEGI, el riesgo de ajustes metodológicos discrecionales crece al ser este ultimo juez y parte, especialmente en un contexto político donde las cifras de pobreza son utilizadas como bandera de éxito gubernamental.
Más allá de las cifras, lo esencial es recordar que la reducción de la pobreza es sostenible solo si se apoya en tres pilares: crecimiento económico, generación de empleo de calidad y mejora en el acceso a servicios básicos. Hoy, el primero está ausente, el segundo es insuficiente y el tercero muestra avances desiguales.
El ingreso adicional sin crecimiento productivo es como un alivio temporal: útil mientras dura, pero incapaz de garantizar un cambio estructural.
México ha probado que puede “mover” millones de personas por encima de la línea de pobreza en pocos años. El reto es evitar que estas mismas personas regresen a ella ante el más leve tropiezo macroeconómico o personal. Si la política social no se acompaña de inversión productiva y fortalecimiento de capacidades, el progreso será reversible.
En términos económicos, podríamos estar ante un fenómeno de “pobreza fluctuante”, donde la población entra y sale de la línea de pobreza dependiendo del ciclo político y económico, sin lograr una mejora estructural de largo plazo.
La verdadera pregunta que debemos hacernos no es solo cuántos han dejado de ser pobres según la estadística, sino qué tan sólidas son las condiciones que lo hicieron posible.
Un país que celebra la reducción de la pobreza basada exclusivamente en ingresos, ignorando las carencias que persisten, corre el riesgo de confundir un avance coyuntural con un triunfo histórico.
La prudencia analítica exige reconocer que, mientras haya déficits en derechos fundamentales y un crecimiento económico raquítico, cualquier victoria en pobreza será frágil y cualquier avance, potencialmente reversible.