En el debate sobre el desarrollo económico, suele olvidarse una verdad fundamental: el empresario es el verdadero motor del crecimiento.
Mientras se discute el rol del Estado en la redistribución o la inversión pública, pocas veces se reconoce que es el sector privado quien arriesga capital, talento y futuro. Sin empresarios no hay nóminas, no hay impuestos y no hay innovación.
Sin embargo, se les trata más como una fuente inagotable de recursos fiscales que como aliados estratégicos para el país. A diferencia del gobierno, el empresario paga su nómina con recursos propios.
El Estado administra recursos ajenos: impuestos generados por quienes producen. Y cuando el dinero público se gestiona mal —o peor, se roba—, el daño no solo es económico, también es moral.
El huachicol, por ejemplo, no solo es un delito de robo de combustible; es un símbolo de complicidad institucional.
El combate al huachicol ha costado miles de millones de pesos, vidas humanas y ha tenido efectos marginales.
¿Dónde están los responsables en Pemex que permitieron el saqueo interno por años? Aún más preocupantes son los proyectos faraónicos sin sustento técnico ni retorno económico claro, como el Tren Maya o la refinería de Dos Bocas, que han multiplicado sus costos originales y que podrían endeudar al país más allá de lo que significó el Fobaproa.
Recordemos: el Fobaproa, que transformó deudas privadas en deuda pública en los 90, costó cerca del 15% del PIB.
Hoy, algunos analistas advierten que los sobrecostos y la falta de rentabilidad de estas megaobras comprometerán generaciones enteras.
¿Quién responde por eso? Un ejemplo del desequilibrio fiscal lo encontramos en Nuevo León, que aporta aproximadamente el 8 por ciento del total nacional de impuestos federales, a pesar de representar solo el 5 por ciento de la población.
Esto refleja la alta productividad empresarial del estado y su rol como columna vertebral económica del país. Sin embargo, el retorno federal en inversión y recursos no siempre es proporcional a esta aportación.
En contraste, el empresario que invierte, contrata y produce, tiene que cumplir cada mes con impuestos, regulaciones y riesgos.
Y si se equivoca, quiebra. Nadie lo rescata. El mensaje es claro: sin empresarios, no hay país. Es urgente que el gobierno entienda que el empresario no es su enemigo ni su cajero automático, sino un socio.
Castigar el éxito, mientras se premia la ineficiencia y se tolera la corrupción, es la receta perfecta para el estancamiento. Si queremos un país que crezca, necesitamos reconocer que quien arriesga merece ser incentivado, no castigado.