Todos los negocios buscan generar utilidad. Pero pocos entienden qué es la rentabilidad. Así como no es lo mismo amar que querer, no es lo mismo conseguir utilidad que cosechar rentabilidad. Uno es el brillo de la venta, el otro es la luz de la eficiencia. La utilidad es el excedente que queda después de restar a las ventas todos los costos y gastos; la rentabilidad mide cuánto gana por cada peso que invierte (Rentabilidad = Utilidad ÷ Inversión). La utilidad se ve en el estado de resultados; la rentabilidad se siente en la cuenta bancaria. Uno es gozar; el otro, construir.
La utilidad es fácil de presumir, sabrosa y adictiva. Como el querer: se siente bonito, pero no se compromete. Quiere vivir, pero sin sufrir. Le dice que va bien… aunque vaya directo al precipicio.
Por el contrario, la rentabilidad es otra historia. Es amar. Y amar es sufrir, sí, pero también es crecer, aguantar, corregir. La rentabilidad no busca solo el placer del momento, sino el futuro posible. Es la que te obliga a pensar en cuánto inviertes, cuánto arriesgas y cuánto te deja realmente ese negocio que juras que “va rebien”.
Porque facturar mucho no es sinónimo de ganar mucho. Hay negocios que facturan millones, pero no les alcanza ni para un bolillo. Cuando llega el SAT, los proveedores, los sueldos y los intereses del banco, resulta que la utilidad se fue… como ese ex que prometía quedarse y no volvió ni por su cepillo de dientes.
El negocio que quiere (pero no ama) se enfoca solo en vender. Quiere abrir sucursales, aumentar su número de seguidores, aparecer en revistas. Pero no mide el costo de cada paso, el tiempo que consume ni el dinero que quema. Vive del deseo fugaz. Le gusta la emoción de la venta, pero no el compromiso de hacerla rentable. Así como el que quiere pretende olvidar y nunca llorar, hay empresarios que quieren crecer sin pagar el precio.
En contraste, el negocio que ama lo da todo: revisa procesos, ajusta precios, cuida inventarios, mide cada peso invertido. No presume lo que gana; lo construye. Y aunque suene menos glamoroso, ahí está la clave de la permanencia. Porque la rentabilidad no conoce el final.
Si me permite, estimado lector, le propongo que haga este sencillo ejercicio: tome su estado de resultados, vea su utilidad neta y compárela con la inversión que ha hecho en su negocio. Recuerde: una utilidad positiva no implica automáticamente rentabilidad; solo lo es si el porcentaje resultante de dividir esa utilidad entre la inversión supera el rendimiento mínimo que usted espera por su dinero y su tiempo. ¿Cuánto ha metido en capital, tiempo, esfuerzo y noches sin dormir? ¿Le está regresando lo justo? ¿O no más le da para sobrevivir?
Quizá descubra que su empresa lo quiere… pero no lo ama. Le da ingresos, pero no libertad. Le da ocupación, pero no descanso. Le da satisfacción inmediata, pero no estabilidad. Porque el que quiere, quiere seguir vendiendo. Pero el que ama, quiere que el negocio prospere, escale, trascienda. El que ama, se cuida y cuida a su empresa como quien cuida a quien quiere para siempre.
En palabras contables: la utilidad es la flor, la rentabilidad es la raíz. La flor es bonita, huele bien y se ve perfecta en la foto de Instagram. Pero sin raíz, no dura nada. La rentabilidad es invisible, pero es la que sostiene. No brilla, pero da fruto. No seduce, pero nutre. Y sí, a veces duele: como todo lo que vale la pena.
Así que, querido lector, si su negocio solo genera utilidad, pero no rentabilidad… quizá lo esté queriendo, pero no amando. Y como decía el Príncipe de la Canción: todos sabemos querer, pero pocos sabemos amar.
Historias de impuestos bien contadas.
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